Acción y poesía son dos palabras que, en un principio, pueden resultar contradictorias. Parece que la poesía fuera sobre todo un estado estático, receptivo, como tumbarse y absorber los rayos del sol.
Es cierto que la “acción” de leer y escribir versos comienza con una disposición del ánimo. Una atención especial de los sentidos y la mente. Una entrega a los que los objetos, los seres, las palabras tengan que decirnos. Una apertura receptora que implica parar, dejar a un lado la rutina, y que de primeras no evoca nada que suponga una acción, un movimiento.
El poema puede surgir de una revelación aguda y repentina -como una flecha que vemos venir y no evitamos- o de un conocimiento hilvanado y profundo, hecho de tiempo, desarrollo y esfuerzo, como si buceáramos hasta el fondo de nosotros mismos en persecución de una idea.
Os daréis cuenta de que las metáforas conllevan ya cierto movimiento. La trayectoria de la fecha, las brazadas hasta el fondo… En el poema hay que ganarle a la pereza, la prisa, la costumbre, y atrevernos a cuestionar lo que damos por hecho. Tenemos que ser más listos que nosotros mismos y darle lo mejor que tenemos. Y eso supone siempre dejar entrar una revelación que viene de fuera propiciada por algún hecho o percepción, abandonar la superficie en la que normalmente vivimos. Ir a la búsqueda interior de eso que nos hace más humanos, y por tanto, más iguales a nuestros semejantes, más allá de nuestras particularidades o apariencias externas.
El espíritu, o la conciencia, en fin, ese lugar al que va dirigida la poesía, sufre una sacudida, un temblor que lo saca de su comodidad. La poesía es contemplación, sí, pero no estática. Una esquirla de la realidad ha atravesado al poeta, este traduce el impacto al papel, que lo guarda latente hasta que un lector decide frenar la trayectoria poniéndose a sí mismo delante. La poesía no existe sin que se complete ese recorrido. Siempre necesita de un cuerpo vivo en el que alojarse. Y no sólo uno. Necesita inocular su virus sucesivamente en distintos cuerpos.
Dice José Agustín Goytisolo que “poeta no es el que siente o se conmueve; poeta es el que hace sentir o conmoverse a los demás”. En una primera instancia, el poeta necesita la soledad, pero no se basta solo. Es un pregonero que busca el acontecimiento, pero la noticia no es tal hasta que no sale de su boca. Se hace valedor de un secreto, pero luego el secreto le pesa y tiene que ponerle alas y echarlo a volar. Y las palabras son el método científico que le sirve para poner a prueba sus intuiciones, para ver si pueden erigirse en fórmulas que sean válidas para otros.
La poesía, así entendida, es una responsabilidad. Es entrar en contacto con una lucidez que sólo se entiende si pertenece no solo a uno, sino a una comunidad. El poeta, tanto como el lector, acuden a su fuente como una cura para su necesidad de verdad, consuelo, comprensión o compañía.
Cada uno accede a este manantial a su manera: hay poetas que abren los ojos y se inundan de luz, y los hay que los cierran y trabajan tanteando en la oscuridad. Como hay lectores que necesitan de silencio y soledad para entregarse a esa pausa de las distracciones del ego, esa cita de almas que es la lectura; a otros les resulta más fácil si participan del rito de la comunión, en un recital de poesía. Últimamente, parece que la poesía está saliendo de la cama y del sillón a lugares más abiertos. Hemos asistido a recitales en plazas, parques, bares, bibliotecas, al terminar una asamblea o una manifestación. Creo que esto se debe a la naturaleza de los tiempos que vivimos. Hemos creído – nos han hecho creer- que nos bastábamos solos, y ahora comprobamos cuánto necesitamos volver a replantearnos todo y regresar a los orígenes -como dice la poeta Szymborska “no hay preguntas más apremiantes/que las preguntas ingenuas”. Y tenemos que hacérnoslas juntos, alimentando la inteligencia colectiva, volviendo a esa palabra que teníamos olvidada y que la poesía rescata y pronuncia implícitamente una y otra vez: “nosotros”.
En cualquier caso, ya sea la lectura una experiencia solitaria o colectiva, ¿qué le está pidiendo el lector al poema? No salir inmune de la experiencia. Hay una frase en la película Leolo que recuerdo a menudo: “Sólo le pido a un libro que me recuerde la urgencia de actuar”. Pero un sujeto que actúa tiene que haber experimentado primero un cambio interior; sin ese cambio, acabará por repetir los mismos actos de siempre. Algo dentro de él, en sus convicciones, en sus prejuicios, en su manera de ver y enfrentarse al mundo, tiene que haberse roto, desmoronado, abierto, para dejar paso a algo nuevo; quizá no radicalmente nuevo, pero sí lo suficiente como para no haberlo reconocido hasta el momento en que las palabras lo nombran. La poesía atraviesa lo tópico, lo aprendido de memoria, para llegar a lo esencial, lo que no habíamos visto o no habíamos podido reconocer. Y algo en ese lugar no físico, cambia, se desplaza. Sin este cambio previo, los actos serán pantomima efímera e hipócrita. Pero si ese movimiento se produce, las acciones sobre el mundo en las que se traduzca serán honestas y podrán dar fruto.
La poesía tiene la llave para operar esos cambios, porque el lenguaje tiene una fuerza que no tienen otros vehículos transmisores. Las palabras dichas con ritmo y con belleza se dirigen a la intuición, a la emoción, a la razón. Nos sacuden enteros. Y cualquier cosa que las palabras nos empujen a pensar, a vivir, a sentir, será una acción poética. Creación en estado puro. Como querían los griegos para la palabra poiesis. Platón la definía como “la causa que convierte cualquier cosa que consideremos de no-ser a ser”. Según él, hay un movimiento que se da en el alma mediante el cultivo de la virtud y el conocimiento”. Heidegger explica la poiesis como “el florecer de la flor, el salir de una mariposa de su capullo, la caída de una cascada”.
El poeta John Berger dice que “cuando una persona se ve afectada por lo que ha visto, ha escuchado, ha leído, deja de ser la que ha sido, puede actuar de manera diferente”.
Creo haber explicado con todo esto que para mí la poesía es sobre todo un movimiento del interior más profundo, más desnudo, aquel lugar en el que es difícil mentirnos -porque ¿para qué?, si la poesía es quizá el aprendizaje de no mentirse a uno mismo- hacia los brazos de los otros. Sin este baile de dos pasos, la poesía no está completa. Sumando uno y otro paso, la poesía nos empuja hacia los demás y desdibuja nuestros límites. Un poeta desconocido toca nuestra alma y gracias a su caricia, podemos ser más generosos, más flexibles, más abiertos a nosotros y al que tenemos lado.
Nosotros. Esta es la palabra que me gustaría que se escuchara tácitamente al final de cada uno de mis versos.
«La acción poética» por Ana Pérez Cañamares
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Ana Pérez Cañamares nació en Santa Cruz de Tenerife, en 1968, y vive en Madrid. Ha publicado los poemarios «La alambrada de mi boca» (Baile del Sol), «Alfabeto de cicatrices» (Baile del Sol), «Entre paréntesis. Casi cien haikus» (La Baragaña), «Las sumas y los restos» (Premio Blas de Otero-Villa de Bilbao 2012), «Economía de guerra» (Lupercalia); el libro de aforismos «Ley de conservación del momento» (Isla de Siltolá), el libro de relatos «En días idénticos a nubes» (Baile del Sol), y su último libro, «De regreso a nosotros» (Harpo, 2016). Algunos de sus poemas han sido traducidos al inglés, griego, polaco, croata y portugués.