Regresamos, de nuevo, a Palabra de Argonauta, con tres relatos del narrador Rafael Moya (Capelladas, Barcelona, 1965), de su libro 21 maneras de hervir una rana. En esta ocasión, para la sección contaremos con la obra fotográfica de Juanma Mendoza (Sevilla, 1988). Disfrutad de los textos y las fotografías.
EL SABOR DE LAS CEREZAS
Hoy te han dicho que no eres nadie, que cojas tus trastos, tus ideas y tus virtudes, y puerta. Hoy te han despedido. Son las diez de la mañana de un día cualquiera. Atrás, dejas media vida, caminas despacio, un poco asustado, y quieres llegar rápido a no sabes dónde para esconderte del mundo. Crees que es el final. Ya no podrás soñar con una vida mejor y estás triste. Tu casa, tu coche, tus vacaciones y tus mil objetos se van al traste, como tu trabajo. Entras en casa, vas al baño y te miras al espejo. Las manos te tiemblan. Tienes la mirada cansada, son casi cincuenta años y no te atreves a mirarte a los ojos. Bajas la cabeza y vas al comedor y te tumbas en el sofá; lloras en silencio, no hay nadie y no te importa. ¿Cómo pagaremos la hipoteca?, ¿cómo viviremos? Sabías que podía pasarte pero no te lo creías. Estás muerto y fuera del mundo, expulsado y desterrado de la rueda social. Eres un improductivo y un fracasado.
Silencio, ya no lloras. Ahora hay algo extraño, no te sientes desesperado, quizá asustado, pero no aterrorizado. Hay algo que te hace sentir bien y te dejas llevar. Te has dormido. Recuerdas cuando eras un niño y con tus amigos ibais a coger cerezas y simulabais que eran pendientes.
Sueñas con todas aquellas cosas que sabes con absoluta certeza que nunca perderás: el agua de lluvia en verano, las caricias del sol en primavera, los colores del otoño, caminar por las calles de tu ciudad, una sonrisa, una mirada amable, un no te preocupes y una historia de amor; tal vez un libro, jugar una partida de videojuego con los amigos, una serie o una película, una silla en la puerta, o quizá mejor, una cama donde dormir, sueños absurdos, ver jugar a tu equipo, mañana barbacoa, el otro, un nuevo reto, pintar un cuadro, ir a buscarla, tomar un café y decirle que la amas, una cena, un vino tinto, y con el calor, la playa, el mar, ir al teatro, no, es muy caro, pues un paseo por la rambla, un abrazo del hijo, una música lejana y hacer el amor en el suelo, cocinar un lunes por la mañana, sentir las gritos lejanos de los niños jugando en el patio de la escuela, un beso, el correo de tu amigo, una palabra en el muro y su respuesta, otra palabra y una lágrima dulce, dejar de hablar y escuchar, tumbarse en la hierba, en la arena, en la tierra, y olvidarse de algo o de todo, un recuerdo, un aperitivo al aire libre, unos berberechos y unas gambas, y el reconocimiento de tus pinchos a la plancha, una conversación con tu padre… y sobre todo, el sabor de las cerezas.
EL INTERMITENTE
Vive en San Cugat del Vallés, en una de esas casas adosadas para triunfadores. Cada día a las siete y media sale de casa con su impecable todoterreno negro para adentrarse en la autopista dirección Barcelona. Trabaja en una de esas consultoras situadas en el distrito 22@.
Después de varias retenciones y treinta minutos largos, por fin encara la ronda litoral donde, como cada día, tropieza con otra cola inmensa de vehículos. Recorre varios kilómetros hacia la salida veintitrés, y justo antes de mover a la derecha la palanca del intermitente de su fantástico todoterreno, se pregunta por qué ha de girar. ¿Y si sigo hacia Tarragona? Podría ir a Sitges y pasar el día, comer en algún buen restaurante, pasear por la playa, incluso un baño; hoy no habrá casi nadie y, la verdad, apetece. O quizá podría ir hacia el norte, a algún pueblo del Pirineo, o no, mejor quedarme en Barcelona, pasear por el centro como si fuera un turista, comer en el Barrio Gótico y luego entrar en una librería, o mejor aún: podría ir a visitar a Robert. ¡Menuda sorpresa! Ya estará de vacaciones, seguramente dibujando algún cómic de los suyos. Podría llamarle y quedar para comer en un buen restaurante. ¿Y qué dirá él? No, mejor volver a casa y tomar un café en aquel bar al que nunca voy. Cómo gritan cuando discuten de fútbol, sobre todo ese paleta que aparca su furgoneta en doble fila. O meterme en la cama y dormirme como si fuera una larga mañana de domingo. Y podría llamar al trabajo, estoy enfermo, sí, sí, el estómago, una gastroenteritis, me quedo en casa.
Demasiado tarde. Mientras entra en el parking, recuerda que tiene una reunión a las once y antes debe enviar unos correos al Departamento de Cobros. Encima, hoy ha quedado a comer con el gerente, que no se parece en nada a Robert.
Esos pensamientos son recurrentes, sueños que se apagan automáticamente cuando suena el tic, tic, tic del intermitente que marca un giro hacia la más mezquina rutina. Siempre gira. Dicen que él es un privilegiado porque tiene un trabajo estable en una gran empresa, un cargo directivo. Tiene incluso poder, la meta de muchos que se han quedado en el camino, perdidos en trabajos técnicos intrascendentes por los laberintos del mundo empresarial; eso dicen por ahí.
Hoy parece que será un día más, pero segundos antes de activar el intermitente, un camión de ganado porcino frena con brusquedad. El todoterreno ha quedado a pocos centímetros del culo del mastodonte, y el motor se ha detenido. Le tiemblan las piernas y oye las palpitaciones del corazón que golpean su alma. Arranca el vehículo, pone el intermitente izquierdo y se aleja de la salida veintitrés. Da la vuelta entera a Barcelona por la ronda de Dalt y vuelve a su casa. Se tumba en la cama y mira el cielo a través de la ventana. Se queda dormido y sueña que es casi un adolescente, tiene un gran perro y van a pasear por campos de almendros y por caminos mojados por la lluvia.
Al mediodía se despierta, se ducha, se arregla. Quiere ir a tomar un vino blanco o quizá un vermut de la casa en una de las terrazas de la calle principal. Hace un sol primaveral y pide unas olivas verdes. A su lado, varios jóvenes hablan y ríen en voz alta. Decide no ir nunca más al trabajo.
Años más tarde, un lunes por la mañana, instantes después de activar el intermitente para encarar la salida veintitrés, y mientras escucha el maldito tic, tic, tic, recuerda aquel lejano día soleado en el que soñó que era un niño. Se mira por el retrovisor y nota un dolor punzante en el alma que queda aplacado por el placer de estrenar su nuevo y flamante coche.
EL ENTIERRO
El día de su entierro, Miguel lo pasó en la oficina. Empezó la jornada laboral a las ocho en punto, como cada viernes. Por la mañana, contestó decenas de correos y planificó en la agenda las reuniones y actividades de la semana siguiente. Comió en el restaurante de los viernes un poco de empedrado y merluza de segundo, y por la tarde, preparó la presentación de un nuevo proyecto que debía exponer el martes siguiente. En la gran sala diáfana apenas había gente. La mayoría de compañeros se habían marchado a las tres.
Sobre las seis, Miguel decidió finalizar la jornada. Pasó por casa, se duchó, puso un par de mudas en la maleta y salió de la ciudad, con la puesta de sol, hacia el apartamento de la costa, donde lo esperaba Marta, su novia.
En los arrabales de la ciudad se encendió el testigo de la gasolina, pero no le dio importancia. Decidió repostar en aquel pueblo alejado de la autopista donde siempre compraba un buen vino en una pequeña bodega. Pero estaba demasiado lejos; el coche se quedó sin carburante en una carretera comarcal. Miguel se insultó a sí mismo. Marta siempre le decía que apuraba demasiado con la gasolina. Por suerte, tenía una garrafa de agua vacía y decidió ir a buscar carburante. Comprobó con el móvil que la gasolinera más próxima estaba a unos cinco kilómetros. Cuando caminaba por la carretera paralela a la autopista llamó a su novia para tranquilizarla. Una hora después avistó lo que parecían unas obras para la construcción de una nueva salida de la autopista. Estaban iluminadas por unos potentes focos que facilitaban el trabajo nocturno. Cuando apenas faltaban unos metros para llegar, los focos se apagaron. Era la pausa de los obreros para cenar. Miguel siguió avanzando; pensaba en Marta y quería llegar lo antes posible. Caminó entre clavos, martillos, palas, maderas y chapas de metal. Tropezó con una varilla de hierro y se cayó, con la garrafa y el teléfono, en un encofrado vertical que esperaba al pilar de un puente. Perdió el sentido y a los pocos minutos despertó.
Al principio no entendía nada, pero cuando vio la canaleta de la hormigonera apuntándole a la cabeza, lo comprendió todo. Horrorizado, intentó moverse para buscar el móvil pero no podía; seguramente se había roto una pierna o una costilla. «Cuando vengan los obreros gritaré».
Minutos más tarde, focos, máquinas y obreros arrancaron, y un sonido ensordecedor inundó la obra. A pesar de los focos, el fondo del encofrado quedaba en la oscuridad. Los obreros no podían verlo ni oír sus gritos. Aterrorizado, se quedó inmóvil. Estaba asistiendo a su entierro y era el único que lo sabía. Lentamente, el cemento rellenó todo el encofrado que sostendría un maldito puente sobre su tumba.
SOBRE EL AUTOR: RAFAEL MOYA (CAPELLADAS, BARCELONA, 1965). Licenciado en Filosofía e Ingeniero técnico informático. Colabora como articulista habitualmente en el periódico comarcal La Veu de l’Anoia. Hormigas en la playa es su primera novela; acaba de publicar el libro de relatos 21 maneras de hervir una rana.
SOBRE LA RESPONSABLE DE PALABRA DE ARGONAUTA: ANA PATRICIA MOYA (CÓRDOBA, ESPAÑA, 1982). Estudió Relaciones Laborales y es Licenciada en Humanidades por la Universidad de Córdoba. Ha trabajado como arqueóloga, bibliotecaria, documentalista, etc. Actualmente, se busca la vida como puede y dirige el Proyecto Editorial Groenlandia. Su obra más reciente es Píldoras de papel (poesía; Huerga y Fierro, 2016); próximamente publicará su próximo poemario, La casa rota (Versátiles Editorial). Sus textos aparecen en distintas publicaciones de Europa e Hispanoamérica, digitales e impresas, así como en antologías literarias; también ha obtenido algún que otro premio por sus despropósitos lírico-narrativos. Ha sido traducida parcialmente a varios idiomas. Aspira a nómina, hipoteca y perros grandes.
SOBRE EL FOTÓGRAFO: JUANMA MENDOZA (Sevilla, 1988).
Productor audiovisual y fotoperiodista afincado en París.
Más relatos de la sección: Palabra de argonauta
Próxima autora: Ana Vega (abril).
Para participar en Palabra de Argonauta (convocatoria abierta):
1) Se aceptarán una selección de relatos, cuentos, microrrelatos, etc, hasta cuatro páginas máximo, sean inéditos o no, publicados o no, en distintos medios; el formato de los archivos será DOC o DOCX; en el mismo archivo, deberá incluirse una pequeña bibliografía (que ocupe menos de un folio). También se aceptarán todo tipo de géneros temáticos.
2) No se aceptarán borradores, textos sin corregir, con faltas de ortografía o fragmentos de novelas.
3) El nombre del archivo que tendréis que remitir de manera adjunta (no pegado en el cuerpo del mensaje) será TEXTOS Y BIO DE (vuestro nombre y apellidos a continuación. Ejemplo: TEXTOS Y BIO DE PATRICIA BRAVA.doc.
4) Se remitirán al correo de la encargada de la sección: yosoyperiquillalospalotes@gmail.com, con (IMPORTANTE) el asunto: «SECCIÓN ODISEA CULTURAL».