Utilizamos aquí la mención a la abyección como categoría estética, pero también social y política, y por supuesto psicoanalítica. En particular, como forma simbólica de narración social y política, como símbolo con un significado de reivindicación del sujeto frente a la colectividad.
La abyección como categoría estética fue utilizada como confrontación entre el sujeto y la colectividad desde lo perturbado, desde lo carente de sentido, desde lo rechazable. Hal Foster en El retorno de lo real (Akal, 2001) afirmó que «Tanto espacial como temporalmente, la abyección es la condición en la cual la identidad se encuentra perturbada, donde se produce un colapso del significado. De ahí la atracción que ejerce sobre artistas de vanguardia, que quieren perturbar tanto el orden del sujeto como el de la sociedad». Desde este punto de vista, la abyección es una forma de representación estética, pero también puede ser una propuesta ética, o al menos una forma de provocar la reflexión y el análisis éticos entre quienes miramos lo abyecto.
Lo abyecto, según Julia Kristeva (Poderes de la Perversión: Ensayo sobre Louis-Ferdinand Céline, Buenos Aires, Siglo XXI, 1989), es aquello de lo que hay que deshacerse para llegar a ser un yo. En la formación de la subjetividad se excluye “lo otro” como muestra de lo abyecto del sujeto. La abyección sería, desde esta perspectiva, una vía para la confrontación simbólica entre el yo y el superyó por medio de la cual el yo se reivindica frente a lo externo nocivo que hay en él. Martha Nussbaum (El ocultamiento de lo humano. Repugnancia, vergüenza y ley, Buenos Aires, Katz, 2006) define por su parte la repugnancia como el temor a incorporar en nuestro ser, en nuestro cuerpo, un elemento externo que resulta contaminante y por ello es ofensivo. El sujeto siente repugnancia porque piensa que se volverá vil o contaminado por el exterior.
En consecuencia, recurriendo a la abyección, el sujeto (el yo), consciente del rechazo de la colectividad (el superyó) a lo que se sale de la norma, plantea una hermenéutica corporal nueva, provoca una interpretación del cuerpo distinta, reivindicada por el sujeto frente a la colectividad: la abyección (en su vertiente ética) es efectivamente una reivindicación de la individualidad del sujeto frente a la imposición de la colectividad. Es echar gasolina al fuego, romper el tabú. Es presentar narcisismo para cuestionar el narcisismo de la sociedad. Pecar para evidenciar el pecado. Es presentar un espejo en que el monstruo ha de mirarse. Si la prohibición nos da seguridad en términos ontológicos, la abyección nos da una libertad radical provocando que la ética nos rescate de nuestro estado de abyección y nos regrese a la tranquilidad ontológica. El absurdo provoca la necesidad de la vuelta a lo moral al haberse quebrantado los límites y las prohibiciones, y ello ha de hacerse cuestionando, replanteando.
Se trata pues de transgredir, de perturbar, de ir más allá de los límites, de provocar rechazo, de cuestionar el orden establecido, como forma de protección del sujeto frente a la colectividad, pero también como forma de desarrollo y evolución de la propia sociedad, que ha de superar sus miedos y sus limitaciones que a veces aplastan al sujeto.
Por eso, por ejemplo, la picaresca, como escarnio de lo moral mediante el cuestionamiento de los límites, nos muestra a sus protagonistas como seres moralmente (Guzmán de Alfarache) o socialmente (Lázaro de Tormes, Rinconete y Cortadillo, Don Pablos…) deformes. Son antihéroes, porque cuestionan las prohibiciones desde los límites, desde los exteriores de la norma colectiva, pero lo hacen desde su fracaso.
Taxi Driver
La abyección como desafío para la mirada o confrontación y tensión simbólicas entre el yo y el superyó, se ve muy bien en la escena del espejo en la película de Martin Scorsese (1942-) Taxi Driver (1976) en que se utiliza el cuerpo para contribuir a la narración simbólica centrada en lo abyecto como reivindicación del yo que busca su sitio en la sociedad y el contexto político frente a un superyó (metamorfoseado en la nocturna Nueva York) descorazonador, violento, obsesivo, sórdido y asfixiante.
Un superyó que expulsa a los individuos a los límites, a los márgenes, mediante la destrucción de toda racionalidad y el imperio del caos y la violencia; es decir, que los aliena.
Esta película, obra maestra, es una construcción simbólica y metafórica sobre la posmodernidad y las inseguridades que ésta acarrea en el individuo que percibe la realidad como no dotada de orden, como pasto de la destrucción del individuo y de toda racionalidad filosófica que lo había protegido hasta entonces, asentada en verdades indiscutidas que nacieron del reconocimiento del sujeto como centro del universo, un sujeto que tiene conciencia de su existencia, tal como nos enseñó Descartes.
Narra la soledad, la locura, la violencia incontrolada y la desubicación utilizando para ello muchas referencias simbólicas, pero sobre todo dos: la noche y el interior de un vehículo que circula por una ciudad opresora que es la Nueva York una vez que ha caído el sol.
El protagonista, Travis Bickle, es un veterano de Vietnam que ha regresado a la vida civil pero que no ha superado el trauma de la guerra y concibe la sociedad como sumida por el mal. Dejó atrás una guerra y ahora se ve enfrentado a otra, que tiene unas reglas que no es capaz de entender, pero que busca la misma destrucción del individuo, aplastado por una colectividad perdida y sin alma.
La venganza en Bickle como camino de redención
Siendo detonante el ser rechazado por Betsy (Cybill Shepherd), una guapa rubia que trabaja como voluntaria en una campaña política, Bickle desarrolla su cuerpo para mostrar su masculinidad en una forma psicosocial simbólica llena de violencia. Hace pesas, gana masa muscular, se rapa el pelo y se viste con ropas de militar. Su imagen provoca rechazo, da miedo, y eso es lo que Bickle pretende, la ruptura del tabú.
Quiere que los demás sientan esa repulsión como reivindicación del yo racional frente a un superyó irracional. La repugnancia de su cuerpo es la carga simbólica de esa repulsión querida por Bickle. Una repulsión que es el símbolo que se utiliza en la confrontación entre lo racional y lo irracional, entre el yo y el superyó, entre el individuo que quiere encontrar su hueco en la sociedad, y la sociedad deshumanizada que expulsa al individuo a los márgenes.
Premonitoriamente, la primera frase dicha por Bickle es «Gracias a Dios por la lluvia que ha limpiado toda la basura y la suciedad de las aceras». La lluvia es el símbolo de la limpieza. El desecho, el residuo, es el símbolo de lo abyecto.
Bickle trabaja como taxista nocturno porque por el trauma padece de insomnio crónico. El mundo de la noche propiciará una posible alternativa de redención espiritual que eximirá, mediante el dolor, al personaje de sus culpas. Sería fácil ver en esto un mensaje cristiano, pero Scorsese no hace una película cristiana. Su planteamiento es nihilista: no hay salida, no hay redención posible, porque el individuo ha perdido toda esperanza. La película presenta una visión desoladora de la sociedad, la infrahumanidad de un mundo sórdido, que es un verdadero descenso a los infiernos.
El dolor puede concebirse en nuestra sociedad como signo de redención del individuo. El dolor es siempre individual e inefable. Para ser soportable por el sujeto, el dolor ha de tener un objetivo, o al menos una significación, una razón de ser que esté más allá del dolor mismo. En el cristianismo, Jesucristo, Hijo de Dios encarnado en cuerpo de hombre, asumió en su carne todos los sufrimientos humanos, menos el pecado, incluyendo el deshonor y una muerte injusta, dolorosa en la cruz, como una ofrenda de amor y obediencia al Padre. El sacrificio de Cristo, desde esta perspectiva, no pretende ensalzar el dolor en sí mismo, sino el amor de su voluntad, la obediencia a Dios, estímulo y causa meritoria de la reconciliación del hombre con el amor y la protección de Dios.
El dolor y el sufrimiento corporal, decía Hegel, es puesto en evidencia en el cristianismo como una forma de identificación comunitaria, de pedagogía sencilla de redención, ya que Jesucristo murió con dolor. Pero, ¿cómo es posible que un Dios muriera con dolor propio de hombre, en aparente desesperanza y abandono de Dios? Como afirmara Erich Fromm en Y seréis como dioses (Espasa, 2011), Jesucristo en realidad, invocando el Salmo 22 («Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», que es la máxima representación del dolor en la cruz, un dolor físico, pero sobre todo un dolor de aparente abatimiento), solo está mencionando dicho Salmo con su primer verso, como en la época era habitual mencionar los Salmos. Pero ese Salmo 22 en realidad no es de desesperanza o abandono sino de todo lo contrario (Erich Fromm era judío, aunque había abandonado la vida religiosa ortodoxia judía). Al respecto, dice lo siguiente:
Es posible que en la época en que se compusieran los primeros Evangelios, el Salmo 22… fuera citado también por su primera frase importante. En otras palabras, el Evangelio nos dice que Jesús, cuando agonizaba, recitó el Salmo 22. Si así fue, no hay problema que resolver… el salmo comienza por la desesperación, pero termina con un efecto entusiasta de fe y esperanza. En verdad, no hay casi ningún salmo que fuera más adecuado a la afectividad entusiasta y universalista de los primeros tiempos de la cristiandad que el final de este salmo: «Posteridad le servirá/esto sería contado de Jehová hasta la postrera generación / Vendrán y anunciarán su justicia; / a pueblo no nacido aún, / anunciarán que él hizo esto».
Bickle se ve a sí mismo como un ángel justiciero que debe “ejecutar” a diversos objetivos: a un político, a un proxeneta…, en su obsesión por imponer el bien en una sociedad corrupta y opresiva. Considera que la gente de la ciudad no es empática pues hay delincuencia, violencia, drogas, injusticia, prostitución… No es capaz de adaptarse a una vida cotidiana normal y su incapacidad para dormir le separa de la lucidez y la salud mental.
Es a partir de ese momento que Bickle toma conciencia de sí mismo, de su desarraigo en un entorno caótico. La abyección corporal, ya lo hemos dicho, es una reivindicación de su yo frente al superyó opresivo. Bickle dice que «la soledad me ha perseguido toda mi vida, a todas partes. En los bares, en los coches, en las aceras, en las tiendas, en todas partes. No hay escapatoria. Soy el hombre solitario de Dios».
En el cartel original de la película sintomáticamente se expresa lo siguiente: «En cada ciudad siempre hay un donnadie que sueña con ser alguien. Él es un hombre solitario, olvidado y desesperado por probar que sigue vivo».
Bickle se ha fijado un nuevo objetivo de justicia y necesita una legitimación: «Mi vida ha dado otro giro. Los días se suceden, uno tras otro. Todos los días son iguales, en una larga e interminable cadena. Y luego, de repente, hay un cambio», dice.
Lo siguiente que vemos es a Bickle comprando armas.
Tras sesiones de ejercicio físico transformando su cuerpo, y afeitándose la cabeza al estilo mohawk, en una estética previa al ciberpunk, Bickle decide asesinar al senador Palantine («Aquí hay un hombre que va a cortar por lo sano…»).
El espejo y su carga simbólica y metafórica
Pero antes de transformar su estética mediante el afeitado de la cabeza, hay una escena que marca la transformación corporal de Bickle en un cuerpo nuevo, musculado. En su connotación como cuerpo abyecto es la que muestra a Bickle desnudo delante de un espejo y apuntando con un arma a su propia imagen, imagen que aparece como alteridad (habla y es hablada, mira y es mirada).
En esa escena se representa simbólicamente una lucha entre el yo de Bickle, y el superyó de la dinámica ordinaria de las pautas socialmente aceptables que han atenazado a Bickle y le han impedido impartir su justicia.
El superyó está metamorfoseado bien por el espejo, bien por la imagen del espejo. Ambos forman parte de la alteridad, de la idea del otro, del que no soy yo y de todo lo que no soy yo.
Bickle ve reflejado en el espejo una imagen a la que habla y que le habla (le habla callando a pesar de los requerimientos de Bickle, manifestando su cobardía y reafirmando la idea de Bickle de que está ante una sociedad corrupta y cobarde). Su cuerpo reflejado es, pues, un alter ego. La imagen de su cuerpo es una presencia, y lo que se dice sobre el cuerpo es un discurso.
Esa performance simbólica ante el espejo del acto de transformación (por tanto, de acto que se mueve en los límites) separa un antes y un después en la vida de Bickle, que va más allá incluso de la vivencia de un límite manifestado en la lucha entre el yo y el superyó. Es la representación del límite paradigmático, un punto de no retorno en la pulsión de muerte en Bickle, haciendo bueno el carácter de la muerte como final paradigmático de todo límite.
Hasta llegar a esa escena de iniciación, Bickle ha intentado integrarse en la sociedad, someterse a sus reglas, normas y prohibiciones que contiene el entramado social. Pero ha llegado a un punto de no retorno en que tiene que tomar una dirección ante su fracaso integrador, ante la derrota en su intento por asumirse en un superyó que no responde a su idea de justicia.
Bickle se interrelaciona con la presencia de la alteridad a través de gestos y del lenguaje, creando un discurso. En los gimnasios, sabemos que los espejos son necesarios, porque el espejo es una herramienta que ayuda en la construcción de la forma, contribuyendo a crear un discurso a partir de la presencia corporal. Los ejercicios requieren siempre del espejo, además, para la correcta realización, en evitación de lesiones y torceduras.
El espejo significa que el cuerpo tiene que ser vigilado y controlado, y por esa razón se convierte en un espectáculo para sí mismo mientras se va construyendo o va realizando una auténtica performance.
El que mira puede ganar en autoestima o puede sentir insatisfacción. Solo si considera que ha conseguido acercarse a su ideal, mediante el sometimiento del cuerpo, está satisfecho. La satisfacción del que mira ante el espejo es una satisfacción tras un sometimiento, un trabajo, un control del cuerpo. Por tanto, el espejo también es un símbolo del trabajo, del esfuerzo, de la racionalidad que con unos medios busca un objetivo. Pero Bickle a esas alturas está tan enajenado que no es capaz de comprender esto.
Bickle no ve un cuerpo ideal reflejado en el espejo concebido como herramienta que ayuda en la consecución de una forma y, por tanto, en el reencuentro con el sujeto. No ve un cuerpo ideal enfrente suyo, como verían los practicantes de fitness, sino el cuerpo metafórico de la sociedad corrupta a la que hay que eliminar.
Bickle proclama la máxima que todo obsesivo por su cuerpo aceptaría: «29 de junio. Tengo que ponerme en forma. Tanto tiempo sentado me está deformando el cuerpo… Desde hoy, cincuenta flexiones. No tomaré mis específicos ni alimento de mala calidad que me pueda perjudicar… Todos mis músculos volverán a ser fuertes». Y necesita su cuerpo para poder manejar las armas: «Se necesita la fuerza de un elefante. Todos los hombres del rey no pueden manejar este chisme», dice respecto a las armas que ha comprado a un traficante de poca monta.
Quiere castigar a los corruptos empleando la violencia contra las restricciones y coerciones del orden social. La suya es la reivindicación del cuerpo ya transformado (yo que se impone al superyó corrupto que es la ciudad de Nueva York por la noche). Se dirige a su propia imagen reflejada en el espejo, hablando y escuchando, mirando y siendo mirado. Ese superyó corrupto y omnipresente le mira y le habla a Bickle:
¿Me lo dices a mí?… Dime ¿Es a mí? (mira a su alrededor)… Entonces ¿a quién demonios le hablas si no es a mí?… Aquí no hay nadie más que yo… Con quién puñeta crees que estás hablando… Ah ¿sí?… ¿eh?… Muy bien (desenfunda)… ¿Eh?
De fondo se oye un reloj, como metáfora del tiempo. Bickle es un ser temporal, no una idealización. Bickle está en este mundo. No es un símbolo o una metáfora sino un sujeto cargado de símbolos y metáforas corporales. El sonido del reloj nos lleva al presente, a lo inmediato, a lo real. El mundo es terrorífico porque es real, y el sonido del reloj nos lo recuerda. Bickle es un ser arrojado en un tiempo real al que no logra adaptarse.
Está desquiciado, enajenado, pero está en el tiempo, sabe lo que hace y lo quiere hacer, y termina haciéndolo, pues controla los hechos. Taxi Driver es una película sobre el horror de lo real, sobre la monstruosidad de la vida en la que la muerte se concibe como salvífica.
Scorsese y su guionista Paul Schrader (1946-) critican la sociedad neoyorquina disoluta, que tan bien conocía, y la muestra con claridad mediante la exposición de las problemáticas que resultan ocultas por los discursos hegemónicos corruptos, por la verdad oficial, por la voz del poder.
La crítica que presentan Scorsese y Schrader supone además poner en evidencia que, en dichos discursos hegemónicos, dadas las condiciones sociales y políticas contemporáneas, el sujeto es expulsado a los márgenes del mundo, donde ni siquiera puede atisbar algo de racionalidad filosófica.
Hay una escena en la que un compañero de Bickle en la empresa de taxis le dice: «No soy Bertrand Russell» haciendo referencia a que no es capaz de dar consejos, pero también a que no es capaz de entender el contexto racional, o irracional, en el que se encuentran.
Su mundo no es un contexto en el que quepa el análisis filosófico racional, ni siquiera es un contexto de emociones en libertad, sino un lugar de mera supervivencia.
En la escena del espejo lo que vemos también es la manifestación de la carne, de la manufactura reivindicativa de la carne frente a los demonios del sujeto, aunque sea una carne corrupta, preparada para matar a otro, incluso para el suicidio si llega el momento propicio.
Es, por ello mismo, una carne sacrificial que responde a una epifanía, que se ofrece a un Dios oculto que le encarga poner orden en Nueva York, la ciudad sacudida por un pecado que hay que purgar. Es una carne abnegada y sacrificial, impuesta en un camino de bioascesis, puesto que Bickle a partir de entonces rechaza, por ejemplo, el goce de las drogas o acudir a los servicios de prostitución. Su planteamiento es bioascético, pues gracias al dolor y al martirio de su cuerpo puede conseguir una supuesta redención.
A pesar de la convicción y fuerza de sus palabras, Scorsese elige un plano cenital para terminar la escena, desde arriba, para representar mejor el estado psíquico débil y melancólico de Bickle.
Bickle es un ser aplastado por el contexto caótico.
El sacrificio ritual en el que no existe ningún dios al que hacer la ofrenda
La proclamación que hace Bickle es liminar y paradigmática. Quiere llegar a un límite coherente. También se representa la idea de límite mediante la asunción por el protagonista de los mandatos reprimidos de la población: el alcohol, las drogas y la prostitución se muestran presentes en la película, como símbolos de esos mandatos reprimidos.
Su locura conduce inevitablemente al suicidio expresado en un tiroteo provocado por él pero que refleja muy poca experiencia, como epítome, límite consecuente en su carrera loca por conseguir su propia justicia (venganza) en un paradigma que necesariamente se agota con la muerte del cuerpo. Para ello ofrece su cuerpo en sacrificio.
Los sacrificios de las comunidades antiguas son una forma simbólica extrema de esta comunión-imposición entre la colectividad y el individuo por la cual la colectividad establece sus reglas obligatorias sobre el cuerpo de los individuos, sobre cada sujeto individual.
Hoy el sacrificio ha sido sustituido por la ofrenda, que es una reminiscencia de aquellos sacrificios en los que se disponía del cuerpo humano metafóricamente: a través de la muerte ritual de un animal. Y en muchas ocasiones no tan metafóricamente: mediante la muerte ritual de otro ser humano.
El dolor y el sufrimiento corporal es una expresión de comunión más directa y entendible que cualquier disquisición abstracta sobre la redención (la liberación comunitaria). Los símbolos actúan y nos presentan ese poder de la colectividad sobre cada sujeto, disponiendo simbólica y metafóricamente de los cuerpos de los individuos, que es una forma de disponer de ellos como sujetos en búsqueda del cumplimiento de una norma colectiva.
El hecho de provocar que lo maten hace que Bickle conciba el sacrificio en sentido inverso: no como comunión con la colectividad, sino como afrenta a esa colectividad. Como definitiva expulsión querida de ese paraíso infecto.
El suyo es un sacrificio blasfemo. No se ofrece nada a un dios que espera un esfuerzo del individuo.
Al final Bickle no se suicida, pero pone su dedo índice en su sien, y metafóricamente dispara mientras mantiene una sonrisa en su cara, consumando la blasfemia. Después, otro le dispara, esta vez de verdad.
Reseña: Antonio Jesús Sánchez Rodríguez
Obra: Taxi Driver, 1976, Martin Scorsese, Columbia Pictures.
Antonio Jesús Sánchez Rodríguez (Madrid, 1967). Doctor en Filosofía (Universidad Complutense de Madrid, 2018), Derecho (Universidad Carlos III de Madrid, 1998) y en Ciencias Políticas y Sociología (UNED, 2015). Autor, entre otras obras, de El Yo Cicatricial, Madrid, Manuscritos, 2019; Tecnología y participación, Madrid, Dykinson, 2019; y de Fisicoculturismo. Orígenes antropológicos y connotaciones filosóficas, Madrid, Dykinson, 2019.
Ver más entradas de Antonio Jesús Sánchez Rodríguez en Odisea Cultural