Este mes de agosto, regresamos a nuestra sección de narrativa contemporánea, Palabra de Argonauta, con un relato inédito de Mario Amadas. Al final de esta entrada, se exponen las bases para participar en esta sección bimensual de Odisea Cultural. Volvemos con más relatos en octubre. Sin más, queridos lectores, esperamos que disfrutéis de la lectura.
TODOS LOS DIAS DE ESTE MUNDO
Sentada, quieta, paciente. En los bancos sin respaldo del paseo marítimo, la señora, con la espalda hacia los edificios, busca la posición más cómoda sobre la áspera superficie de piedra porosa, que a estas horas aún está fría, y no tarda en encontrar la postura en el hueco de siempre. Como le cuesta llegar al suelo, balancea las piernas siguiendo un ritmo, una melodía pausada que sólo ella percibe. Gira un poco la cabeza para orientar la mirada hacia uno de los límites del horizonte, luego al otro: no hay nadie. La oscuridad ya clarea. Unas frescas horas de madrugada para ella, que está ahí, esperando. La arena de la playa y el mobiliario urbano cobran una nueva dimensión, un significado distinto, sin su carácter utilitario de más tarde. Sus leves ropas vaporosas ondean en la primera brisa. Hasta las gaviotas callan, ahora.
Clarea el cielo en el horizonte, muy lejos para la vista desnuda, y poco a poco esa negrura palidece hacia un azul marino que a su vez decrece hasta llegar al blanquecino azul de las primeras horas de la mañana. Amarillea el sol bajo el agua, como arrancando sus motores, como si despegara desde un vacío hasta su cósmica grandilocuencia en las alturas: inicia un lento, majestuoso ascenso. Provoca un temblor que no todos perciben. Ella, ahora, no balancea sus pies: sólo la punta del pie derecho toca tangencialmente el suelo arenoso del paseo, mientras el izquierdo cruza el tendón de Aquiles del derecho, reposado ahí con toda tranquilidad. Sus manos buscan el apoyo del banco. Es tanta la distancia que abarcan sus ojos que parece que el sol salga de la izquierda más extrema del fin del mar, hasta el límite opuesto, como si el sol tuviera la longitud entera del horizonte. La curva primera del cénit del sol, de lo que podríamos llamar su cabeza, su límite superior, punza la raya del mar, y los colores variantes agradecen que se les tiña para prepararlos para las primeras horas de luz. Hay rosas, blancos, naranjas, rojos, carmesíes, azules de distintas temperaturas y hasta verdes profundos como el jade de la selva. Algún magenta suelto. El sol, lento, asciende. El sol sube, contra todo pronóstico, desafiando la gravedad que lo retiene en el mar, después de hundirse toda la noche en el fondo de las aguas tan frías; sale el sol de su madriguera, sale en silencio esta mañana, pero decidido, sale lento pero no se detiene ni se amedrenta hasta coronar la cima del cielo azul que le acoge.
Bajo el agua el alarido se amortigua, todo el ruido como de una nave despegando hacia las estrellas, acallado. Tiene un pesado camino hasta arriba. Es todo tan inmenso. El lento bramido queda en suspenso. La señora se agarra al borde del banco, como para no caer. Sobrecogida. Hay un brillo en sus ojos. Está siendo testigo de que esto sí puede ser. Parece que el sol gotee, está rompiendo el mar con toda su envergadura, chorrea el sol, superada ya la llana superficie rota como si se desprendiese de una primera superficie desechable, como una primera muda, y el agua cayendo como lluvia, resbalando por la piel del sol que se alza a propulsión, que despega de esos fondos, a pesar de toda la evidencia que indica lo contrario. Ella empieza a sonreír. Es casi imperceptible, y no se da cuenta, una expresión de agradecimiento, de encantada contemplación de lo extraordinario. El pelo, como su ropa, es etéreo. Se arranca el sol de su base, de la que está harto, resquebraja la quietud marina que lo mantiene encadenado, por la noche, en la oscuridad, y el rugido de todo ese trauma terráqueo queda sofocado. Nadie oye lo que sin embargo existe. El fondo abisal, oscuro e inmóvil, sufre sus colapsos silentes al moverse el sol, la arena cae en cascada como relojes que midieran el tiempo del ascenso, formando pasajeras dunas subacuáticas, y queda un cráter, no por impacto, sino por ausencia, como una exhalación huyendo de su presidio, hacia arriba, hacia el aire, como haría algo bueno al desprenderse de algo malo, y ese hueco, vaciado, poco a poco se llena de peces, de vida.
El sol todo lo deja atrás, amontonado en un desorden progresivo, decadente, que ya no le atormenta. Se derrumban las fallas sobre sí mismas, desplazadas por la sacudida de las placas tectónicas que han cedido ante la urgencia del sol por renacer, y algunas formas de vida extraña perecen por el fenómeno de ese sol ascendente. Se desmoronan las lenguas de lava, solidificadas hace eones en la fría corriente salada, y quedan sólo grandes rocas negras, desperdigadas y dislocadas de su cuerpo principal, acomodándose de nuevo en el fondo blando del mar. Se agita la vida; la superficie está quieta; el sol alumbra. La señora, extasiada, sólo oye el silencio. No todos los ascensos pasan desapercibidos. Sigue subiendo el sol. Se alza sin detenerse para nada, pese a todo lo que le retiene en el hondo hueco del mar. La señora, que sigue fresca y sola en el banco de primera línea, mira fija lo que tiene enfrente. Los colores, el silencio y su significado. Un brillo. Lento. Uno que cambia los colores de cuanto toca, que tiene la capacidad de transformar el día, de una cosa oscura y bonita, a otra luminosa y bonita. Ya está, ya lo tiene: la esfera imperfecta, de curvaturas sinuosas más que redondas, ya está, entera, fuera del mar. Ha parido, el mar. Levita sobre la línea recta del horizonte, ve cómo las gotas le caen, precipitándose de nuevo hacia el agua salada. El sol, diamantino, ocupa casi todo el cielo ahora, dispersando un silencio y una luz que se funden en un solo fenómeno inextricable. Se están recolocando en sus nuevas formas amontonadas, las piezas submarinas. Hay una vereda de luz que marca una perpendicular en la superficie: la sombra del sol es de luz.
La señora descruza los pies. Tiene las dos puntitas apoyadas en el suelo; luego, se incorpora sin prisa, serena y firme, con el secreto espectáculo dentro de ella, y vuelve a casa pensando ya en el olor del café recién molido para el desayuno.
SOBRE EL AUTOR: MARIO AMADAS (Barcelona, 1986). Es autor del libro El día que pase algo (La Máquina, 2021), sobre las eternas búsquedas de nuestra juventud, y Brooklyn, después de todo (Ril Editores, 2019), sobre una estancia de medio año en Nueva York. Colabora en la revista C y en Culturamas.
Bases para participar en Palabra de Argonauta (convocatoria permanente):
1) Se aceptarán textos narrativos (relatos, cuentos, microrrelatos, etc.) en español de hasta cinco páginas máximo, sean inéditos o no, de cualquier temática. No hay límite de edad para participar.
2) El formato de los archivos será DOC o DOCX. En el mismo archivo, deberá incluirse una pequeña bibliografía (de 5-6 líneas máximo).
3) El nombre del archivo que tendréis que remitir de manera adjunta será TEXTOS Y BIO DE (vuestro nombre y apellidos a continuación). Ejemplo: TEXTOS Y BIO DE PATRICIA BRAVA.doc.
4) Se remitirán al correo de la revista, a la atención de su directora, Esther Lapeña: odiseacultural@yahoo.com, con el asunto: «SECCIÓN NARRATIVA ODISEA CULTURAL».
5) No se aceptarán borradores, textos desordenados o con faltas de ortografía. No se considerarán textos pegados al cuerpo del mensaje. Las propuestas que no cumplan con estas bases serán automáticamente descartadas.