Conozco a Antonio Crespo Massieu desde hace mucho, compartimos, desde el principio, foros y encuentros, lo había escuchado, antes, y había leído El peluquero de Dios (2009), pero reconozco que fue la lectura de Elegía en Portbou (2011) la que me lo descubrió realmente; esa lectura, primero, en su propia voz, durante la presentación del poemario (Antonio es uno de los poetas que mejor lee su propia poesía) y, luego, la mía propia, en la intimidad silenciosa de mi despacho de trabajo –lo he dicho muchas veces–, me sacudió hasta la médula. Unos años después, vino Obstinada memoria (2015) y, en 2019, Memorial de ausencias (Poesía 2004-2015), una suma poética que recoge todos sus poemarios del periodo reseñado, junto con algunos textos inéditos anteriores.
Con el paso de los años, no he hecho más que confirmar la impresión que tuve al leer y escuchar, por primera vez, su maravillosa Elegía en Portbou, que Antonio Crespo Massieu, no solo es una de las voces centrales de la generación actual de poetas españoles, una de las voces que permanecerá, de entre nosotros, con el tiempo (esto lo he dicho, también, muchas veces), sino que es, por excelencia, el poeta de la memoria; pues decir Antonio Crespo Massieu es decir memoria en estado poético. Con motivo de la salida de su intenso y hermoso libro El dolor que amamos (Bartleby, 2023) he creído que había llegado el momento de mantener esta conversación, largamente prevista y deseada.
Matías Escalera Cordero (MEC). Querido Antonio, he leído El dolor que amamos y he vuelto a sentir la misma emoción que con Elegía en Portbou y con Obstinada memoria… Pero, en este caso, hay un elemento que, creo, no sé qué piensas tú, que se subraya y que alcanza una centralidad indiscutible, y es tu propia memoria personal. En El dolor que amamos, la memoria que se desprende, en la que se vierte y se confunde la memoria de la historia del siglo XX, es la evocación de tu propia vida, pero el latido y la emoción subyacentes son la mismas, pues la memoria personal y la memoria colectiva se imbrican en una sola y definitiva memoria. En ese sentido, me parece como un punto de llegada, como la meta de un largo proceso poético, iniciado hace mucho, ¿no lo ves tú así?
Antonio Crespo Massieu (ACM). Querido Matías, es un placer, para mí también, iniciar esta conversación. No sé si es un punto de llegada o la meta de un largo proceso poético; me veo todavía, espero que, por mucho tiempo, quizá por siempre, en el camino, en la búsqueda, pero ves bien el lugar que ocupa la memoria personal en este libro. Y la verdad es que me produce algo de vértigo. Hay poemas que remiten a ausencias muy ligadas a la propia biografía y un hilo conductor: la pérdida del cabello en la mujer como resultado de tratamientos médicos, que, sin mucho esfuerzo, el lector o lectora puede asociar a una experiencia personal. Pero, como muy bien señalas, esta memoria personal se confunde con la colectiva: las mujeres rapadas, humilladas y expuestas a la vergüenza pública por los vencedores, ritual de desprecio propio de todas las guerras y posguerras.
Desde la génesis del libro estos dos temas confluyen: mujeres heridas por la enfermedad o por la injusticia; de hecho, la primera parte del poemario, en la que aparecen los poemas referidos a la pérdida del pelo por enfermedad, se abre y se cierra con dos poemas en los que, desde la mirada de Marguerite Duras y Alain Resnais –y del joven que vio esa hermosa película que es Hiroshima mon amour– llega el dolor de “la pequeña rapada de Nevers”…
MEC. Es verdad, luego hablaremos de ella, me interesa su significado emblemático dentro del libro…
ACM. Sí, por supuesto; y los es también la contemplación del cuadro de Antonello da Messina, Cristo muerto sostenido por un ángel, del poema pórtico del libro, que nos lleva al tercer elemento que lo vertebra y que le dio también origen. Es la presencia de ese ángel mínimo que sostiene el dolor del mundo y ante el que me pregunté, y sigo preguntando, ¿qué forma de amor o piedad sostiene el frágil equilibrio del mundo? ¿Hay algo, alguien, que equilibra la balanza de la historia? ¿Un solícito cuidado, un irresistible y fraternal impulso de justicia o dignidad? Este ángel, niño o niña, pequeño, invisible, es el que sostiene, a lo largo del libro el dolor de las personas que amamos, el que recoge, una a una, las hebras del pelo de todas las mujeres heridas por la enfermedad o por la historia. En la segunda parte del libro, los primeros poemas dicen ausencias de la memoria personal, la madre, el padre, el hermano, la amiga, y los últimos la de aquellas vidas apenas vividas, los tempranamente arrebatados por la historia, que son “los efímeros”: como esos ángeles de la tradición talmúdica de la que nos habla Walter Benjamin, cuya existencia es apenas un instante de la creación, que «son creados de modo tal que, después de haber cantado su himno ante Dios, cesan y se disuelven en la nada».
Sí, en mi poesía, la memoria histórica forma parte de mi memoria personal, es parte de mi vida, incluso de mi vida no vivida o vivida vicariamente a través de la literatura, el cine, la música, la pintura, los ensayos históricos, los relatos orales, el compromiso cívico. Y esto es apreciable, de un modo más o menos acusado, en todo lo que he escrito.
MEC. Sí, la conexión entre memoria personal y memoria colectiva es algo central en gente como nosotros; ese intento de imbricar la vivencia individual y la historia que nos atraviesa; el concebirnos, en definitiva, como seres históricos, en sentido pleno, es algo que nos define, pero sabes que hay una buena parte de la poesía y del arte que se quieren ahistóricos, que se conciben a sí mismos como fenómenos desconectados del devenir material de las sociedades en las que se dan, que consideran que ideología y arte, o ideología y poesía, son elementos incompatibles, sin darse cuenta de que esa posición es una posición, de por sí, fuertemente ideológica, ¿no te parece?
ACM. A este respecto me gusta citar las palabras de Paul Celan en el discurso que pronunció en 1958 al recibir el Premio de Literatura de la ciudad libre hanseática de Bremen: «El poema no es intemporal. Por supuesto encierra una pretensión de infinitud, intenta pasar a través del tiempo: a través de él, no por encima de él». Pienso que la poesía, al menos la que cumple esa pretensión de infinitud, es la que nos alcanza y nos sigue interpelando, aquella que es, como quería Keats, verdad y belleza y que, por ello, sigue «confortando el dolor de otras gentes». La poesía como «la actividad más democrática, más desobediente y más necesaria», pues es «tener un pie en el pasado, otro en el futuro. Intentar otras posibilidades para circular a través de la vida y la historia», nos dijo Guadalupe Grande; búsqueda de sentido y experiencia de la plenitud, un acto libre, gratuito, pura donación y, por ello, negación del mundo de la mercancía. Nace del silencio y al silencio se encamina, es escucha, indagación del misterio del mundo y la existencia. Asumir la tradición como una herencia que hay que conquistar: «A nuestra herencia no la precede ningún testamento», decía René Char. Hacer nuestro ese grito de rebelión que es, recuerda Georges Steiner, «lo que hay de subversivo en toda gran literatura, lo que dice no a la barbarie, a la estupidez, a la banalización de nuestros trabajos y de nuestros días».
Y todo esto, que está en el poema es, claro está, un proceso histórico, una visión del mundo (o una ideología, si prefieres). Y, al menos para mí, toda “gran literatura” –por emplear la expresión de Steiner– es, utilizaré la palabra intempestiva, “revolucionaria”; y lo es por hacer vivir, al lector o lectora, la experiencia de lo posible, lo no limitado, lo siempre abierto; la posibilidad de crear y habitar otro mundo. No cambia el mundo, pero sí transforma nuestro estar en el mundo. Y esto sucede en la historia, a través del tiempo, no por encima o al margen de él. «Palabra en el tiempo» y, por ello, sujeta a condicionamientos históricos, ideológicos, culturales, que actúan sobre la producción y recepción de la poesía, pero que no la explican ni la agotan.
MEC. Son muchas y muy productivas estas consideraciones, si nos metemos una a una, con ellas, no acabaríamos, lo sabes, ¿verdad? Jajaja… Es curioso que muchos consideren la poesía de Celan justamente como una poesía desconectada de la historia; como mucho, conectada a una mera “historia personal e intransferible”, como si las historias personales de cada uno de nosotros pudieran estar desconectadas de la historia material en la que se dan nuestras vidas. Creo, a este respecto, que su poesía es una de las peor leídas, junto con las de Hölderlin o Bukowski, me atrevería a decir. Pero me interesan, ahora, especialmente, tres de las afirmaciones que has hecho: esas de que la “búsqueda del sentido” de lo vivido y la negación de la escritura –y del poema, particularmente– como mercancía, son dos fundamentos de la poesía intrínsecamente valiosa; y aquella que señala la importancia de asumir la tradición como «herencia a conquistar» por el poeta que se precie de ello.
Qué cuerpo se te queda con esa poesía impecable desde un punto de vista técnico: aparentemente, fruto de la propia experiencia del mundo, pero que se sabe sentidamente insincera y tramposa, un producto artificial que no es, al final, más que simple mercancía del yo, y que, sin embargo, pasa por ser la poesía… O, en el otro extremo, qué cuerpo es el que se te queda, cuando te alcanza esa otra poesía simple, sensiblera y tardoadolescente, que renuncia a la investigación, a la relectura y a la conquista de la tradición, pero que inunda las mesas de novedades y las estanterías de las “grandes superficies” del libro.
ACM. Que alguien considere la poesía de Paul Celan como algo “desconectado de la historia” y que pueda pensar que, como mucho, está conectada a una “mera historia personal e intransferible” me produce una perplejidad sin límites. De lo que se habla en ella es de la historia personal de seis millones de seres humanos y, en efecto, cada una de estas historias, cada uno de los niños, las mujeres y los hombres que tienen «una tumba en las nubes» es una historia personal y, desde luego intransferible, cada una de estas vidas no vividas nada nos puede decir que no sea el escándalo de su desaparición y la exigencia de salvar con la palabra la memoria de su breve existencia. Y la poesía de Paul Celan es la expresión máxima de esta exigencia. La necesidad de decir en una lengua otra lo indecible, descomponer y llevar al límite la lengua heredada, una poesía abocada al silencio y por ello capaz de acoger a todas las víctimas. El dilema que planteó Adorno al preguntarse si era posible la poesía después de Auschwitz, se formula, después de Celan, en los términos de cómo escribir poesía después de Auschwitz o, al menos en mi caso, como escribirla sin que Auschwitz esté presente como exigencia ética y formal. Como si las palabras del poema fueran una contraseña que se dicen los conjurados de la memoria y la esperanza en el siglo de la infamia para rescatar a los ausentes y a las olvidadas de la historia. En palabras de Paul Celan, según algunos ese ahistórico poeta: «Di a voces el shibbólet/ en lo extranjero de la patria/ Febrero, no pasarán». Walter Benjamin, en las Tesis de filosofía de la historia, nos habla de ese ángel de alas rotas que mira hacia atrás y lo que ve es un montón de ruinas en eso que nosotros llamamos historia, «bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado», pero un viento huracanado le empuja irresistiblemente hacia el futuro, ese huracán «es lo que nosotros llamamos progreso». Ese momento en que al fin se detenga la historia, en el que se rompa el tiempo homogéneo que la define, ese acontecimiento en que se abre el campo de lo posible, es lo que sería «el signo de una detención mesiánica del acaecer, o, dicho de otra manera: de una coyuntura revolucionaria». Así lo formula Benjamin.
Esta “coyuntura revolucionaria” es, en términos políticos, de una enorme complejidad y, en términos históricos, una esperanza siempre aplazada y que sigue viva a pesar de sus fracasos. Sin embargo, la poesía hace posible ese instante, podemos sentir en el poema que el ángel de la historia se detiene y acoge con sus alas rotas a los muertos, recompone lo despedazado, nombra y rescata con la palabra las vidas no vividas, para, como decía Benjamin, «dar cuenta de una verdad: que nada de lo que haya acontecido ha de darse por perdido para la historia». Y nada más cercano a la poesía pues, si algo define al poeta es que a nada quiere renunciar, que ama las cosas y se aferra a ellas, a todo lo que vive y alienta, pues, en palabras de María Zambrano, y en esto estriba su diferencia respecto a la filosofía, «fieles a las cosas, fieles a su primitiva admiración extática, no se decidieron a aceptar nada que pudiera escindirla».
MEC. Así es, ese es el límite entre la reflexión filosófica y la expresión poética de la herida…
ACM. Y, dicho esto, comprenderás que nada o muy poco puede interesarme una poesía que tu calificas de “insincera y tramposa”, artificial, aunque pueda ser “técnicamente impecable”. Si Keats estaba en lo cierto y verdad y belleza van indisolublemente juntas en el poema, la poesía que renuncia a la verdad, a la autoexigencia implacable, dudo mucho que alcance esa irrenunciable aspiración a la belleza. Y digo irrenunciable recordando las palabras de Rene Char: «en nuestras tinieblas no hay un sitio para la Belleza, todo el sitio es para la Belleza», y lo dijo en el 44, desde el maquis, combatiendo el nazismo; de nuevo, la historia atravesando el poema. Si esta poesía “artificial” es, además, como a veces sucede, una manera de situarse en un escalafón o canon, de acceder a posiciones privilegiadas en el mundo literario, entonces nada me une a ella pues intento situarme lo más lejos posible de esa manera de entender “el oficio de poeta”.
Y respecto a la poesía “tardoadolescente” que se propaga por Internet y que, como bien dices, ocupa estanterías y mesas de novedades de las librerías, lo grave no es que exista, pues casi todos hemos escrito en nuestra adolescencia necesarios desahogos emocionales, más o menos torpes, que creíamos que eran poemas, sino el enorme negocio que se ha levantado sobre estos balbuceos seudolíricos. Lanzamiento comercial, enormes tiradas, astronómicas cifras de beneficios para editores y también para los autores… Un desmesurado espacio en las librerías, en las listas de libros de poesía más vendidos, que, incluso, ha obtenido el aval de colecciones de poesía de larga trayectoria y premios de prestigio. Ejemplo perfecto de una literatura de consumo atenta solo a las exigencias del mercado. Y, como también señalas, la otra característica es la renuncia a la tradición, su carácter autorreferencial, poetas que se leen y citan solo a sí mismos y, por tanto, la imposibilidad de crecimiento, de avanzar en el proceso de escritura. Mis primeros “poemas” nacen e imitan, con ingenuidad formal y temática, pues poco sabía del amor aquel muchacho de 15 o 16 años, al Pedro Salinas de La voz a ti debida y Razón de amor, a Blas de Otero y la poesía social de aquel tiempo. La tradición de la que nos alimentábamos era Antonio Machado, Unamuno, Miguel Hernández, Pablo Neruda, los poetas del 27, en esas ediciones de la editorial Losada que venían de Buenos Aires, los clásicos leídos en las clases de literatura y los poemas que aprendíamos de memoria en los primeros discos de Paco Ibáñez, además de otros deslumbramientos que llegaron de la mano de la recién nacida colección de bolsillo de Alianza Editorial, en mi caso, su edición de El cementerio marino de Paul Valéry…
MEC. ¿También a ti…? Yo me lo llevé, en unos de mis viajes a Francia, para leerlo frente al mar… Jajaja…
ACM. Sí, en aquella España de finales de los sesenta no era mal aprendizaje. En todo caso era el inicio de un largo camino que, por fortuna, nunca termina. Sin embargo, hay que añadir que el mismo proceso se da hoy en día en muchos jóvenes poetas, con las posibilidades, además, de la ausencia de censura y el acceso a los textos poéticos que ofrece Internet, y están ya escribiendo una poesía de gran interés, que, claro está, nada tiene que ver con el tipo de “seudopoesía” por el que me preguntabas.
MEC. Para ir concluyendo esta conversación, querría volver al principio, a lo que decías acerca de la naturaleza de El dolor que amamos, a la importancia que tienen para ti, y que en el poemario se convierten en elementos constructores, junto con los diversos dolores de la mujer/víctima –bien de la enfermedad, bien de la historia–, y son el cine y la música, y en tu memoria cinematográfica hay una pieza fundamental, Hiroshima mon amour –otro hito personal que compartimos en nuestras respectivas memorias–, y, dentro de ese monumento cinematográfico que es la película de Alain Resnais, me interesa especialmente, ahora, como te dije, al principio, el personaje protagonista de “la pequeña rapada de Nevers”, que plantea algo que, creo, forma parte, también, de tu propia e íntima concepción de las víctimas, en este hermoso e intenso poemario: que, entre los culpables, también hay víctimas, que la inocencia puede abrirse paso incluso en medio del crimen y de la historia, con lo que, al final, parece que llego a una aparente paradoja y contradicción con uno de los hilos conductores de mi propia concepción de lo poético, según lo hemos planteado, hasta aquí, pero que, pensada a fondo, en realidad, no lo es. ¿Estás de acuerdo?
ACM. Lo que yo descubro, a mis quince o dieciséis años, al ver la película de Alain Resnais, es algo tan esencial y que, sin duda, estaba ya en mi interior, como que ninguna humillación, ningún acto de desprecio al ser humano puede ser justificado. En Hiroshima mon amour “la culpa” de la mujer que interpreta Emmanuelle Riva, que no tiene nombre, que en el guion es “Ella”, es haberse enamorado y haber amado, por vez primera, a un soldado alemán, tan joven como ella y, casi con seguridad, combatiendo en una guerra que no ha elegido y en un país al que no odia. En la acción de rapar el pelo y escarnecerla, que lleva a cabo la multitud, no hay atisbo alguno de justicia y, lo más probable, es que muchos de los que la insultan no se hayan destacado precisamente por su resistencia a la ocupación, o la hayan, en el mejor de los casos, aceptado silenciosos, cuando no colaborado con ella; ahora es, para ellos, el momento de hacer méritos; en todo caso, aunque no sea así, no les asiste razón alguna.
Por eso me desagrada el tan elogiado final de Novecento con, entre otras, esa escena, que Bertolucci narra con estilo épico, de la persecución y linchamiento de dos seres que encarnan lo más monstruoso del fascismo, ellos, sí, culpables y en nada parecidos a la enamorada adolescente de Nevers. Me identifico con otros finales, por citar dos películas que vi, en el mismo cine y con la misma edad que Hiroshima mon amour, el de Roma città aperta de Rossellini o la secuencia de Franco Citti atado a un camastro y gritando, con el mismo punto de vista con el que pintara Mantegna su Cristo muerto, en Mamma Roma de Pasolini. Imágenes tan grabadas en mi memoria, porque, en todas ellas, está el desconsuelo, el grito contra la injusticia y también la piedad; lo que, sin duda, está en la mujer que ama en Hiroshima y así empieza a olvidar su amor adolescente, su “no culpa”.
Lo que se enuncia, precisamente, en el final del poema “Hiroshima-Nevers” del poemario…
Esto dijo el ángel sosteniendo entre sus dedos
un pelo invisible de la mujer, esto escuchó el joven:
Ninguna humillación consentirás.
No olvides Hiroshima, mas tampoco Nevers.
Toda causa, por noble que sea, la envilece el desprecio.
No olvides nunca la piedad.
Solo por ella serás justificado…
MEC. Amén, querido Antonio; es lo único que puedo decir, amén… Ha sido un placer departir contigo… ¡Qué grandes versos y qué gran poemario, el tuyo!
Conversación propuesta por Matías Escalera Cordero para Odisea Cultural y Casa Bukowski