«Entre brackets, el inglés y reinas», por Rodolfo Ruiz

Las ocurrencias ocurren más a menudo de lo que creemos. Mi intención había sido escribir un ensayo titulado “El defeto sospechoso: la halitosis en dos comedias de Juan Ruiz de Alarcón”. Gloria Bodtford Clark se me adelantó con un valioso artículo publicado en 2016: “Juan Ruiz de Alarcón: Impairment as Empowerment in Early Modern Spain”. Aunque la autora no se centra exclusivamente en la halitosis, la incluye entre los defectos (o defetos) que aparecen en las comedias que yo había pretendido analizar: La prueba de las promesas y El examen de maridos. Este hallazgo frustró mis planes y me golpeó el orgullo, pero a la vez me invitó a desviarme de mi propósito inicial y a explorar rumbos íntimos relacionados con la higiene dental, la ortodoncia y ortoprácticas y correciones de vario jaez, partiendo de mis vivencias.

Acude a mí la imagen de la compañera de la primaria de la que me enamoré: en quinto y sexto año, respectivamente, usó freno de caballo y brackets. Yo, por esas fechas, con absoluta nolición de mi parte, dormía con una prótesis para combatir el prognatismo. Consistía en un gancho combo de metal con sendas tablillas plásticas en los extremos, de las cuales la superior se ajustaba a la frente, la inferior, a la barbilla, mediando entre el plástico y la piel una tira de hule espuma. Al nivel de la boca, el gancho lanzaba, en perpendicular, dos ganchos más pequeños que no debían de rebasar mis comisuras. Estos ganchitos (aquí viene lo feo), que le daban a la prótesis la apariencia de una cruz pandeada por el peso de muchos ajusticiados, o la de un jorobado manicorto; estos ganchitos, decía, era mi deber amarrarlos, cada noche, con ligas redondas y chiquitas, no más grandes que una lenteja pero harto resistentes, a los fijadores que el ortodoncista me había pegado a cada colmillo. Aparte de la irritación cutánea provocada por la tira de hule espuma al empaparse de saliva, lo verdaderamente doloroso era la presión con que esas ligas tiraban de mis dientes; y uso el plural porque el ortodoncista me prescribió hasta ocho ligas, cuatro por colmillo.

Estudié el primer año de la secundaria en un internado inglés. Todavía usaba ese garfio prostético, y mis compañeros nativos, antes de la hora de dormir, se burlaban al verme pasear por el dormitorio común con esa chingadera. Después, de regreso a México, me pusieron brackets sin preguntármelo, a la fuerza, y descubrí un dolor incomparablemente más agudo que el de la chingadera, como la denominaré en lo sucesivo. Ya no sólo debía soportarlo durante el sueño, sino todo el día. Descubrí, a la par, el engorro de extraer pedazos de comida de entre el alambre de púas en que se había transformado mi sonrisa, que, avergonzada, se redujo al simulacro de respingar los labios lo indispensable para no mostrar del todo sus hierros, sus grilletes.

Pasaron muchos años sin que volviera al dentista por otro motivo que la limpieza semestral: el tallado con cepillo eléctrico y dentífrico pastoso, rosa, especial para odontólogos, la ganzúa en miniatura, de acero inoxidable, para escarbar las encías, las arcadas concomitantes a la aplicación de flúor. Luego, habiendo desertado de la universidad, decidí que no volvería a lavarme los dientes. Por espacio de casi un lustro cumplí mi promesa, hasta que una carie me obligó a visitar el odiado consultorio y a retomar el cepillado tres veces al día. Hace poco me sacaron una muela del juicio, y desde entonces me he limitado al cepillado tres veces al día.

¿Quién sino Alarcón vivió en carne propia la aversión hacia los defetos y sus consecuencias sobre el defetuoso? Es muy conocida la saña con que los escritores del Siglo de Oro jorobaron a Alarcón. Gloria Bodtford Clark plantea que el Gran Corcovado venció la befa que le concitaba su defeto a través del arte. Sus comedias, dice, son un sutil pero poderoso antídoto contra el concepto de “lo ideal” que privaba en la España del XVII. Su joroba no obstante, fue el último en reír.

A Alarcón le negaron un puesto público por cheposo; a Monsiváis no sólo le habrían negado, a fuer de prógnata, el mismo puesto, sino que lo habrían achicharrado por homosexual, atendido que se hubiese declarado. También apuesto a que la chingadera no habría contribuido a engrandecer su huella literaria. Ibargüengoitia no padecía prognatismo, nomás era un feo común y corriente, pero la llaneza de su sátira no habría burlado a los inquisidores del XVII (a diferencia de la de Monsiváis, cuyo abigarrado humor negro se habría camuflado sin dificultad en el estilo barroco, siempre y cuando no hubiese salido —Monsiváis— del clóset). Ni a los del XVII ni a los del XXI. Barrunto qué suerte habría corrido Ibargüengoitia de no haber muerto en el avionazo de marras. Si viviera aún, si hogaño, a sus noventa y pico, escarneciera a todos y a todxs como lo hizo en vida, temo que a estas alturas ya lo habrían quemado en la hoguera de la corrección política, la nueva Inquisición.

Con relación a los defetos y a las armas para combatirlos, sigamos con Ibargüengoitia. Bonita sorpresa se llevó, en una visita a Washington, ante la profusión de farmacias (él las llama “droguerías”, arcaísmo no carente de mordacidad) y ante la cantidad de productos que ofertaban:

En una droguería común y corriente encontré cuarenta y siete clases de desodorantes […] Todos ellos contenían un ingrediente mágico que los hacía infalibles, una marca de fábrica prestigiada y nombre misterioso y sonoro, como rescatol, odorex, puridol, godalmitical, glarudoxal, magnapidol, purifon, sudora, regularidon, donpirodal, etc.

Hay productos infalibles contra las encías hinchadas, las sangrantes, las negras, las moradas, las pálidas, las crecientes, las decrecientes, las ulceradas, las resecas, las babosas, etc.

Me da un ataque de risa al transcribir los “nombres misteriosos y sonoros”; río sin pudor, desprendiendo, a solas, un tufillo halitoso que no atufa a nadie, despreocupado por la pátina amarilla con la que el tabaco y el café han mancillado mi dentadura. Fumo mientras escribo, y la cajetilla que abrí anoche me previene sobre los riesgos de fumar endilgándome la foto de una rata muerta y una advertencia lapidaria: Producto tóxico. Del basurero saco dos, de días anteriores: en una sale un torso con una teta sana y apetente y una teta amputada: Cáncer de mama; en la que omina que Fumar te vuelve impotente, un cigarro con un canuto de ceniza flácido y colgante reemplaza el cipote guango que la Secretaría de Salud consideró impúdico en exceso para las buenas conciencias. Eros y Thanatos me confunden; si amargan mi placer, mi vicio, los rótulos puritanos también me ofrecen material de especulación. ¿Por qué no tatúan con avisos semejantes las bebidas alcohólicas? Beber te apendeja; Accidentes viales; Cirrosis; Desintegración familiar. Precisamente porque apendeja y vende, al alcohol no se le toca. A las mujeres fumadoras les ominan la mutilación de los senos; a los hombres, una frustránea erección. ¿Y la bebida no provoca otro tanto? Se sabía desde tiempos isabelinos. Venga Macbeth:

MACDUFF:   What three things does drink especially provoke?

PORTER:       Marry, sir, nose-painting, sleep, and urine. Lechery, sir, it provokes and unprovokes: it provokes the desire, but it takes away the performance. Therefore, much drink may be said to be an equivocator with lechery: it makes him, and mars him; it sets him on, and it takes him off; it persuades him, and disheartens him; makes him stand to, and not stand to.   

Los dobles sentidos de Shakespeare… La crónica cuyo fragmento cité proviene de La casa de usted y otros viajes y fue escrita en 1969. Dando un salto a los albores del siglo XXI, la sátira contra la publicidad higiénica fue renovada en Inglaterra, un pueblo herrado con el estereotipo de su arrogante indiferencia a la ortodoncia y a la higiene dentaria. That Mitchell and Webb Look nos muestra, en uno de sus sketches, una reunión de mercadólogos. (Búsquese en YouTube como “That Mitchell and Webb Look: Toothbrush Marketing Team”). El jefe hace un recuento del incremento en las ventas propiciadas, en años anteriores, por una serie de innovaciones fraudulentas en los cepillos dentales. El problema es que se han quedado sin engañifas, las ventas se han estancado, y les urge una nueva “función” para repuntarlas. Tras una breve claudicación, a uno se le ocurre algo genial: difundir el mito de que la lengua debe cepillarse. Ninguno de sus compañeros cree que sea posible vender semejante mohatra, él mismo es consciente de que es una estupidez y, sin embargo, confía en que, dicho por una “Scottish brunette in rectangular glasses and a labcoat”, la gente morderá el anzuelo. El genio, personificando a la escocesa, improvisa un anuncio: la lengua sucia, dice, es un padecimiento muy común y la razón no sólo de que “people laugh at you behind your back and secretely find you repulsive”, sino de que “you’re not getting enough sex”.

***

Estudié, a medias, en una universidad pública, es decir, gratuita. Ahí tuve una maestra con una hipótesis no del todo descabellada sobre el origen del acento “fresa”, ese acento que caracterizaba a los jóvenes pudientes del entonces Distrito Federal (hoy Ciudad de México), o al menos a los que habían estudiado, como yo, en escuelas privadas, es decir, de paga: un acento que alargaba la sílaba acentuada, marcado por un mínimo de articulación y un mucho de bostezo gangoso, como si algo les —nos— obstruyera el hocico. Según ella, los fresas, a los que ahora se les denomina “mirreyes”, hablaban así por culpa de los brackets.

Su hipótesis me parece plausible pero incompleta; yo le sumaría el inglés. En México las escuelas privadas son por lo común bilingües, y el segundo idioma que se enseña suele ser el inglés. Hay que estar al día, las probabilidades de éxito se reducen si no estudiamos el latín del siglo XX y lo que va del XXI. El problema es que, en estas instituciones, al estudiante bilingüe le dan una embarradita de inglés y de español, con el resultado de que, en el terreno escritural y de la lectura, no domina ni una ni otra lengua. Personalmente, aprendí más de las películas subtituladas que de la miss (también a la maestra de Español teníamos que llamarla miss). Un ejemplo encapsula la incongruencia de la enseñanza bilingüe en México: en tercero de secundaria nos dejaron leer Los de abajo en la traducción al inglés: The Underdogs. No sé mis compañeros, yo salí de la prepa sin dominar ni el español ni el inglés. Quizá yo constituya un caso excepcional de oligofrenia. Al margen de ello, me da la impresión de que mis coetáneos bilingües, duchos para conversar en los malls del gabacho, hablan el inglés y el español “de oído”, y presiento que, enfrentados a Shakespeare y a Cervantes, ese oído no les bastaría para comprender las lenguas en que aseguran estar impuestos.

El malmasticado aprendizaje bilingüe provoca que mastiquemos mal incluso la lengua materna; a esto, y a los brackets, atribuyo el casmódico acento que tipificó a muchos de nosotros cuando tarareábamos “Wonderwall” de Oasis y nos dejaban leer The Underdogs en lugar de Los de abajo. ¿Cuál entre mis compañeros de secundaria leyó The Scarlet Letter, una de las lecturas curriculares? Yo no; habían de pasar muchos años antes de que me atreviera a entrarle a Hawthorne, a Melville, a Emerson.

***

Conservo otra imagen de los brackets, ésta tangible, distante algunos metros de mí, en un álbum fotográfico guardado en un cajón. Ahí aparecemos, en abrazo forzado por las circunstancias —la graduación de sexto—, en el cual la mano de cada uno cuelga floja y cortés sobre el hombro ajeno, yo y la compañera de la que estaba enamorado, ella afectando una sonrisa pletórica de brackets, yo genuinamente risueño y agradecido por la bondad que me hacía al retratarse junto a mí. El abrazo dista de ser estrecho, y entre nuestras cabezas asoma la de otra compañera, también sonriente pero lacrimosa, una risa triste: yo la había rechazado, del mismo modo en que la que se dignaba ser fotografiada conmigo había desdeñado mi amor. La rechazada era jovial y regordeta sin llegar a gordibuena, poco agraciada en honor a la verdad. Me quería, pero yo lampaba por la de los brackets, una chica de bonito cuerpo, de lindas facciones y mamona hasta lo indecible. Ambas me acuchillarían si leyeran esto, lo cual —el que me lean— es poco probable. La regordeta se habrá sometido a una liposucción, y la guapa mamona debe de estar al frente de una empresa de productos rejuvenecedores. Nunca me enteré de si la regordeta usó brackets. Los tres, sin embargo, éramos fresas y freseábamos al hablar.

En la foto gasto un copete coronesco endurecido con gel. El otro día, viendo la tele, salió un anuncio de shampoo, entre cuyas virtudes la voz en off encarecía que, gracias a tal y tal fórmula secreta, tendrías “un cabello disciplinado”. Al internado inglés cargué con un bote de gel; los nativos usaban cera. Desde México llevé mis discos favoritos, uno de ellos una recopilación de Queen. El gel, la chingadera y Queen me granjearon la fría mofa inglesa. Mientras que me reservo el nombre de las compañeras de la foto, no lo haré con Charlie, un inglesito a quien conocí en el internado y a cuyos ojos no llegarán mis palabras. Lo apodaban Woman por su evidente y closetera homosexualidad; en alguna ocasión discutimos: yo lo apostrofé con su mote y él reviró diciendo que al menos él no escuchaba a Queen. ¿Qué habrá sido de Charlie? ¿Le habrá agarrado el gusto a Queen? El clima social ha cambiado, la película tuvo éxito, y tal vez quienes, a principios del siglo XXI, menospreciaban a Freddie y sus secuaces hayan fingido demencia y tarareen, ahora, canciones de Queen.

Pienso en los primeros videos de Queen, y no se me quita de la cabeza el talentoso valemadrismo de un helgado y colmilludo Freddie desafiando la ortodoncia y la ortosexualidad. Recuerdo, en la primaria, la vacilación de mi virilidad puberta al ver esos videos cargados de homoerotismo, el gusto por la música adulterado por la vergüenza y la maldita duda: ¿soy o no soy? “Zarandajas ansí” (Lope de Vega©) me van y me vienen a mis treinta y muchos. No tengo empacho en admirar la belleza de un hombre, de una mujer, de un trans, de una cubeta, de un árbol. Si cagar es placentero, ¿por qué no lo será la sodomía? Exagerada importancia se le ha dado a la orientación sexual en cuanto factor determinante de quiénes somos, en cuanto motivo de orgullo. A la orientación y al sexo en sí. (La intrincada sistematización de tales preferencias me remite a la alucinante clasificación de castas del México colonial. El otro día, comiendo, mi madre me puso en autos de una nueva orientación: los sapiosexuales, aquellos individuos que fincan la atracción en las prendas intelectuales de Menganx, así Menganx sea unx adefesix. Ponderé la visionaria unión entre Diego Rivera y Frida Kahlo, por anticiparse a los taxonomistas, y mi madre contestó que Diego, el gran seductor, más que sapiosexual era un saposexual). ¿Por qué no hablamos de la identidad fuera de las preferencias sexuales? ¿Por qué no hablamos del quehacer, la vocación, que nos identifican independientemente de que seamos bugas, jotos, bicicletos? Pasarán más de mil años, muchos más, como dice la canción, antes de que superemos la ridícula obsesión de “hacia qué lado tira mi vecino”. ¿Sabes tirar?, ¿tirar es lo tuyo? Adelante, tira flechas, dados, dardos, tiros libres, citas librescas en la palestra tertuliana, o lo que más se te dé, que se me da un carajo si te tiras a mujeres, a hombres, o michas o trichas.

“This rage that lasts a thousand years / will soon be done”. Ojalá estés en lo cierto, Freddie. Por imposición me corrigieron, me disciplinaron, el prognatismo, pero me enorgullece haber escuchado a Queen en su terruño cuando sus coterráneos, mis compañeros ingleses, desdeñaban a una banda estigmatizada, a la sazón, como gagá y porque el vocalista era un homosexual declarado. Quizás el resurgimiento de Queen se deba, en gran medida, a la apertura y al empoderamiento del orgullo LGBT+ (y a la biopic, of course). Siento que muchos de quienes en el 2000 escuchaban las chingaderas del momento ahora escuchan a Queen para no desentonar de la ortopolítica, que les insinúa: “He aquí un cantante no sólo genial, sino abiertamente gay. Ergo, convendría que descargaras sus rolas”. Me disciplinaron la quijada por motivos de estética facial cuando no tenía voz ni voto. A los rastacueros de mi generación les disciplinan los oídos y el criterio estético sin que lo sepan, y cantan, dientichuecos o no pero borreguiles, “God Save the Queen” en un visaje de falsa hermandad. Por lo visto, Tchaikovsky —uso la grafía inglesa, cómo no— pronto se pondrá de moda.

Desconozco a qué música era afecto Monsi. No me lo imagino tartajeando, con su quijada de mingitorio, al ritmo de “God Save the Queen”.

 

Rodolfo Ruiz Vázquez

 

Rodolfo Ruiz Vázquez (Ciudad de México, 1987). Narrador y ensayista. Su trabajo ha aparecido en las revistas Punto de Partida, Punto en Línea, Narrativas, Nocturnario, Marabunta, Almiar, Primera Página, Kopek, Bitácora de Vuelos, Codalario, Altura Desprendida, Casapaís, Eslavia, Ritmo, El Creacionista, F y L e Irradiación.

 

 

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