PALABRA DE ARGONAUTA – Eduardo Viladés

Palabra de Argonauta, vuestra sección de narrativa contemporánea en Odisea Cultural, selecciona en esta ocasión un relato del escritor Eduardo Viladés  (Logroño, 1976). Animamos a todos los escritores de narrativa española a participar en esta sección de Odisea Cultural, abierta a todos los curiosos.  Podéis leer las nuevas bases al final de la entrada. Sin más, qué disfrutéis de la lectura. Fuerza y ánimo para todos.

 


EL ENTREACTO

No nos afecta lo que nos sucede sino lo que nos decimos sobre lo que nos sucede.

Me enfrento a una página en blanco parafraseando al célebre filósofo turco Epicteto, quien pasó parte de su vida como esclavo de Roma y cuyas enseñanzas fueron recogidas por sus discípulos.

Tenemos la impresión de que los hechos producen de forma automática las emociones.

Nos abandona nuestra novia y sentimos tristeza, perdemos el trabajo y experimentamos un sentimiento incontrolable de frustración, alguien nos insulta en mitad de la calle y aflora en nuestro interior la ira.

Es solo una impresión porque los hechos no producen emociones, sino pensamientos negativos o positivos que, en función de cómo los gestionemos, tendrán unas emociones u otras.

La teoría es muy sencilla. Supongo que sugerir a alguien a quien acaba de dejar su pareja que gestione correctamente sus sentimientos y aísle racionalmente el hecho del abandono podría hacer que el abandonado te echase en cara una enorme falta de empatía. Tampoco me veo diciéndole a alguien a quien su jefe ha despedido que no se tome las cosas a la tremenda y que vea el lado positivo de volver a engrosar las filas del paro.

Yo me dedico a la creación teatral y llevo mucho tiempo utilizando mis obras como terapia personal. Intento plasmar en mis creaciones aquello que me sucede, pero no siguiendo las enseñanzas de Epicteto porque paso directamente del hecho a la emoción sin pararme a pensar en el pensamiento que ha surgido en medio.

He escrito mucho en los últimos años, hasta el punto de que algunas voces críticas del mundillo de la farándula me han tachado de autor que hace obras de teatro como churros. Después, se venden y se comercializan y tienen relativo éxito. Durante mucho tiempo me he sentido mal conmigo mismo porque llegué a pensar que realmente escribía demasiado. Poco a poco he ido cambiando mi mentalidad porque quienes realmente me conocen saben que no puedo dejar de hacerlo y, al mismo tiempo, si lo que escribo después se distribuye en salas de teatro de todo el mundo será que tiene algo de calidad.

Sí que considero que debería parar un poco para volver a llenarme de historias porque en mis últimas creaciones me repito constantemente y siempre hablo de mí mismo. Es como si el teatro se hubiera convertido en mi psicólogo personal; en vez de acudir a la consulta de un terapeuta me enfrento todas las noches a una página en blanco en la que vierto mis ilusiones y mis frustraciones.

Releo algunas obras y llego a la misma conclusión: miedo.

El miedo a vivir y a aceptarme a mí mismo es el leitmotiv de la mayor parte de mis composiciones. Tengo la virtud, al menos eso creo, que combino el drama con la comedia en partes iguales y el espectador puede morirse de risa y emocionarse al mismo tiempo, aunque el tema sea doloroso o hable de asuntos escabrosos.

Aún así, debería parar y acudir a un psicólogo de carne y hueso. Eso dice mi madre. Durante cuatro años, antes de lanzarme a la creación teatral, estuve yendo una vez a la semana a una psicoanalista. Al final, nos hicimos amigos y tenía la sensación de que pagaba 60 euros por tomar un café con alguien a quien le contaba cómo habían transcurrido mis últimos siete días. Además, su terapia consistía en culpabilizar de todos mis males a mi familia y la educación que me habían inculcado mis padres. Por un lado, me sentía muy poderoso con esa terapia porque me eximía de toda responsabilidad. Cualquier pequeño detalle de mi persona, por terrible que fuese, no era culpa mía, sino que lo habían generado mis padres.

Epicteto dice que ser feliz es muy fácil, que nos complicamos la vida con pensamientos absurdos. Hace poco leí un artículo sobre la felicidad en el que una conocida actriz aseguraba que ella era feliz con una cama en la que dormir y un pedazo de pan que llevarse a la boca. Yo debo de ser tonto porque tengo pan y cama y aún así no pienso que sea feliz.

Epicteto dice también que la clave para alcanzar la plenitud es el humor. De nuevo, debo de ser tonto porque tengo un sentido del humor muy marcado y me río constantemente del reflejo que veo en el espejo todas las mañanas, pero debo de hacerlo erróneamente porque no me lleva a la plenitud.

Supongo que ser feliz es simple, pero ser simple es difícil.

Me hace gracia porque cuando empecé a escribir este relato me dije que no hablaría de mí mismo. Incluso durante un par de noches, en la cama sin poder dormir, intenté imaginar la vida de las personas que me rodean para escribir algo que fuese totalmente ajeno a mí.

No lo he conseguido ni me apetece hacerlo. Ya que no tengo dinero para acudir a una sesión de psicología cognitiva utilizaré estas páginas de terapia una vez más.

Me siento yermo en muchos sentidos y añoro mi capacidad para crear de la nada. Mi mejor amiga siempre decía que tenía el don de convertir lo intrascendente en mágico, le gustaba que yo contase cualquier anécdota que le había sucedido porque, según ella, en mi boca adquiría connotaciones fabulescas.

Estoy quemado. De ahí que tenga que respirar y recomponerme, vaciarme para volver a ser capaz de contar historias, pero historias que solo leerán los elegidos. Tengo poco que ver con el mundo de la farándula. Hace unos meses opté por trasladarme a Madrid para probar suerte. Llevaba bastante tiempo distribuyendo mis creaciones teatrales desde mi ciudad de origen y en la capital tenía varios montajes.

Al principio, consideraba que el teatro era un hobbie pero, poco a poco, fue convirtiéndose en mi profesión porque me dedicaba a ello en cuerpo y alma. Mis padres no lo veían con buenos ojos porque estaban acostumbrados a que su hijo se ganase la vida con un empleo decente, de esos de ocho a tres y dos pagas extra anuales.

No me veían como un trotamundos recorriendo España entera encima de un carromato como en El viaje a ninguna parte. Pero yo aposté por ello y la llegada de premios y obras representadas hizo que cambiasen de opinión.

Antes de mi incursión en las artes escénicas había vivido en Madrid, pero con un trabajo convencional. Mi segundo periplo en la ciudad no tenía, por lo tanto, nada que ver con la anterior experiencia. Tras 20 años viviendo solo me puse a compartir piso con una actriz con quien había colaborado en el pasado. Quizá pequé de ingenuo porque me lancé a la vorágine de la gran ciudad pensando que podría vivir plenamente del arte y la cultura, cuando tan solo un 8% de los creadores españoles vive de su profesión. Influyeron las alabanzas de varios actores y directores con quienes había trabajado en la distancia. Llegué a pensar que realmente tenía un futuro prometedor en las artes escénicas y me veía de aquí a unos años con varios Max en la vitrina de mi salón.

Nada más lejos de la realidad porque el carácter de gran parte de los componentes del sector podría definirse como carácter champán o carácter mascletà. Tras un primer acercamiento glorioso, como cuando se descorcha una botella de cava, después solo queda la espuma, que termina desapareciendo. O, empleando el ejemplo de la mascletà, después del ruido y la explosión de pólvora, tan solo quedan las brasas y el silencio.

Siempre me he caracterizado por mi generosidad. Si tengo un contacto en una sala de teatro o puedo echar una mano a un actor en apuros, lo hago de modo desinteresado, sin pedir nada a cambio.

Me agrada pensar que, como un boomerang, mi ayuda después repercutirá en mí y sembrará algo positivo, que mi karma se verá beneficiado. La gente no es así, al menos la que me he encontrado. Ha habido momentos maravillosos, por supuesto; ver que algo que uno ha escrito en la soledad de su hogar con una copa de vino y música clásica de fondo cobra vida en un escenario es impagable. Pero también he vivido muchas decepciones.

De nuevo, no sigo las enseñanzas de Epicteto porque del hecho (la decepción) a la emoción que causa (hastío) no me he parado a pensar racionalmente que lo primero no tiene que influir en mi estado anímico.

Está claro que los artistas tenemos una imperiosa necesidad de que nuestro ego sea cultivado día a día. He discutido sobre esto con muchos actores y reconozco que tengo que darles la razón. Necesitan del aplauso del público porque se ven solos en medio de un escenario en el que se desnudan anímicamente y proyectan parte de lo que son.

Pero hay que controlar el ego. No me ha gustado de este mundillo ni la falsa modestia ni los aires de grandeza, ni aquellas personas que van de iluminadas ni las que se vanaglorian de su carácter bohemio y abraza-árboles. Pienso que se puede disfrutar de unos huevos fritos con chistorra tirado en un parque y de una cena de gala en un hotel de lujo, que se puede hablar con la portera de tu finca y con un catedrático de La Sorbona.

Yo mismo me caracterizo por la grandiosidad y la necesidad constante de admiración y tengo un enorme sentido de autoimportancia. En el fondo, pienso que soy especial y único, aunque me controlo. Me vuelve loco que los medios de comunicación se hagan eco de mis creaciones y a menudo presento comportamientos arrogantes y soberbios.

Nadie sabe lo que me fastidia estar en la sombra cuando el director y los protagonistas se llevan todos los aplausos.

Ególatra, presuntuoso, creído, narcisista, iluminado, gafapasta, intelectualoide, pánfilo, palurdo, mediocre, endiosado, mandamás, gilipollas la mayor parte del tiempo. Así me definiría. Pero añadiría algo más: desinteresado y bueno.

No voy por la vida de Gandhi ni de benefactor de causas perdidas y soy plenamente consciente de que no tengo término medio. Es decir, al 90% de la gente suelo provocarle un sentimiento de amor exagerado (me adoran, se ríen conmigo, ponen una plaza con mi nombre en su ciudad natal) o de repulsión (me encerrarían de por vida en Sachsenhausen). Pero, insisto, hago las cosas con el corazón y sin pedir nada a cambio.

Exigir es la manera más dolorosa de estropear una relación, sea sentimental o laboral. A mí no me gusta. Tampoco me gusta perseguir a la gente ni mendigar para ganar cuatro perras y conseguir que mis obras se representen en alguna sala de microteatro del extrarradio. Por eso me fui de Madrid y volví a mi ciudad natal. Admito que compartir piso tampoco ayudó. Después de más de dos décadas viviendo solo se me hacía muy duro volver a los tiempos de estudiante universitario y me sentía como Carmen Morales en alguna escena de “Al salir de clase”, con 40 años y encerrada en su habitación con fotografías de Duran Duran pegadas a la pared.

A mí me encanta destrozarme. Es lo primero que hago cuando me levanto, me invento paranoias y me regodeo en la creencia de que he nacido con el estigma de estar triste y amargado. El día que me despierto con una sonrisa se me hace raro, abro la ventana y busco con la mirada en mitad de la calle algo que espante esa alegría, que me carcoma por dentro, que posibilite que la lombriz que habita en mis intestinos tenga gusanos para comer y seguir creciendo en mis entrañas.

Por eso escribo. Creo que sería incapaz de hacerlo si no sufriera. Supongo que la clave es gestionar bien ese sufrimiento.

He dejado aparcado el teatro y dedico mis horas muertas a escribir relatos como éste para matar el tiempo e intentar convencerme de que no soy tan raro como mucha gente cree.

También me he comprado un manual con las enseñanzas de Epicteto.

Ahora deseo que me busquen. Primero, me buscaré a mí mismo y, si me encuentro, abriré la puerta para que los demás hagan lo propio.

Quiero verme como un regalo y escribir mi propia pieza teatral.

Pero, me pregunto, ¿tienen los regalos fecha de caducidad, como los yogures? O, por el contrario, ¿a medida que escarbas en su interior vas descubriendo, una vez que el envoltorio desaparece por completo, nuevas cualidades que te sorprenden aún más que el primer vistazo al lazo rojo que lo acompañaba?

Prefiero creer en la segunda opción.

 

 

SOBRE EL AUTOR: EDUARDO VILADÉS (LOGROÑO, 1976). Escritor, dramaturgo, director de escena y periodista; también ha sido reportero, editor y presentador de televisión. Este artista polifacético ha sido ganador de prestigiosos premios internacionales de teatro y literatura. Sus obras teatrales se han representando en varias ciudades españolas, México, Colombia, Perú, República Dominicana y Estados Unidos. Colabora con sus ensayos, relatos y obras de narrativa con las editoriales Extrañas Noches (Buenos Aires), Lado (Berlín), Otras inquisiciones (Hannover) y Viceversa (Nueva York). También es experto en periodismo cultural y de tendencias y documentales de sensibilización social.

 

NUEVAS Bases para participar en Palabra de Argonauta (convocatoria permanente):

1) Se aceptarán textos narrativos (relatos, cuentos, microrrelatos, etc.) en español de hasta cuatro páginas máximo, sean inéditos o no, de cualquier temática. No hay límite de edad para participar.

2) El formato de los archivos será DOC o DOCX. En el mismo archivo, deberá incluirse una pequeña bibliografía (de 5-6 líneas máximo).

3) El nombre del archivo que tendréis que remitir de manera adjunta será TEXTOS Y BIO DE (vuestro nombre y apellidos a continuación). Ejemplo: TEXTOS Y BIO DE PATRICIA BRAVA.doc.

4) Se remitirán al correo de la revista, a la atención de su directora, Esther Lapeña: odiseacultural@yahoo.com, con el asunto: «SECCIÓN NARRATIVA ODISEA CULTURAL». 

5) No se aceptarán borradores, textos desordenados o con faltas de ortografía. No se considerarán textos pegados al cuerpo del mensaje. Las propuestas que no cumplan con estas bases serán automáticamente descartadas.

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