CONSERVAS DE POR VIDA
Autor: Olga Tokarczuk
Traducción: Arturo Hernández González
Cuando murió, él le dio un funeral decente. Todas sus amigas asistieron: espantosas ancianas con boinas y abrigos de invierno con capuchas de piel de nutria que olían a bolas de naftalina, de las que asomaban sus cabezas como largos y pálidos tumores. Comenzaron a lloriquear con tacto mientras el ataúd descendía, suspendido por cuerdas empapadas de lluvia; luego, apiñadas en pequeños grupos, bajo los domos de patrones improbables de sus sombrillas plegables, se dirigieron a sus paradas de autobús.
Esa misma tarde abrió el gabinete en el que ella guardaba sus documentos y se puso a escarbar, sin saber lo que buscaba. Dinero. Acciones secretas. Reservas para una vejez tranquila, siempre promocionada en la televisión con escenas otoñales en las que abundaban las hojas cayendo.
Todo lo que encontró fueron viejos folletos de seguros de vida de los 50’s y 60’s, una tarjeta de membresía del Partido, perteneciente a su padre que había muerto en 1980 aún con la creencia inmaculada de que el comunismo era una orden metafísica y eterna, y también sus propios dibujos de la escuela de enfermería, conservados cuidadosamente en una carpeta de cartón, asegurada con una banda de caucho. Le conmovió que ella hubiera guardado sus dibujos. Él nunca lo hubiese imaginado. También estaban los cuadernos de ella, llenos de recetas para cocinar pepinillos, chutneys y jamones. Cada receta comenzaba en una hoja aparte y el nombre de cada una estaba decorado con timidez; como una expresión culinaria de su necesidad de belleza. ‘Pepinos con mostaza’. ‘Calabaza marinada a la Diana’. ‘Ensalada Avignon’. ‘Boletus estilo creole’. A veces había una excentricidad menor: ‘Gelatina de cáscara de manzana’, por ejemplo, o ‘Bandera dulce en azúcar’.
Esto le impulsó a pensar en bajar al sótano, en el que no había estado desde hacía años, pero en el que ella pasaba felizmente algo de tiempo. De alguna manera él nunca se había detenido a pensar en ello. Cuando a ella le parecía que él veía el partido demasiado fuerte o siempre que pensara que eran en vano sus débiles quejas, él escuchaba el tintineo de las llaves, seguido de un portazo y entonces ella desaparecía por un dichoso y largo rato. Mientras tanto, él podía entregarse a su ocupación favorita: desocupar lata tras lata de cerveza mientras seguía dos grupos de hombres embutidos en camisetas coloridas, al tiempo que se movían de una mitad a otra de una cancha.
El sótano lucía demasiado ordenado. Allí yacía una pequeña y desgastada alfombra, que él recordaba de su infancia definitivamente, también un sillón de felpa, con una frazada tejida cuidadosamente puesta encima. Había además una lámpara de noche y unos cuantos libros que habían sido leídos hasta romperse. Pero lo que más lo impresionó fueron los estantes llenos de delicados frascos de conservas. Cada uno estaba guarnecido con una etiqueta adhesiva, en la que los nombres de las recetas volvían a aparecer. ‘Pepinillos en marinara Stasia, 1999’, ‘Aperitivo de pimienta roja, 2003’, ‘Destilado de Sra. Z’. Algunos de los nombres sonaban misteriosos: ‘Judías verdes apertizadas’. No hubiese podido decir lo que significaba ‘apertizadas’ aunque su vida dependiera de ello, pero la visión de pálidos hongos o pimientas rojo-sangre saturando un largo frasco, reavivaba su deseo de vivir. Escaneó la colección de conservas, pero no pudo encontrar ninguna carpeta llena de documentos tras los frascos o algún fajo de billetes. Parecía que ella no le había dejado nada.
Expandió su espacio vital hasta el cuarto de ella, donde ahora arrojaba su ropa sucia y guardaba sus latas de cerveza. De vez en cuando subía una caja de conservas, abría los frascos con un solo giro de muñeca y extraía lo que contenían con un tenedor. Cerveza y nueces combinadas con pimienta marinada o pepinillos diminutos que resultaban tan deliciosos como tiernos bebés. Se sentaba frente a la televisión a contemplar su nuevo estilo de vida, su nueva libertad y se sintió como si acabara de terminar sus últimos exámenes escolares, como si el mundo entero se abriera ante él. Como si una nueva y mejor vida fuese a comenzar. Ya tenía cierta edad -el año anterior había superado los cuarenta-, pero se sentía joven, como un recién graduado de la escuela. Y a pesar de que el dinero de la última pensión de su madre se estaba acabando gradualmente, él todavía tenía tiempo para tomar las decisiones correctas y mientras tanto, podía comer despacio lo que ella le había dejado a modo de legado. A lo sumo tendría que comprar algo de pan y mantequilla. Y cerveza. Luego quizá decidiría realmente conseguir un trabajo, algo en lo que ella había insistido durante los últimos veinte años. Podía presentarse para intercambio laboral, donde seguramente podían encontrar algo para un cuarentón graduado de secundaria como él. Inclusive podía usar el vestido claro que ella había dejado planchado y colgado en el guardarropa junto con una camisa azul que hacía juego, para que fuera a la ciudad. Mientras no hubiese un partido en la televisión.
Y sin embargo, extrañaba el sonido de sus pantuflas rezumando cerca. Se había acostumbrado a ese sordo sonido susurrante, acompañado siempre por su pequeña voz que le decía: “¿No podrías darte un descanso de la televisión, no podrías encontrarte con amigos, no podrías conocer una chica? ¿Pretendes pasar el resto de tu vida de esta manera? Deberías encontrar un apartamento propio, aquí no hay espacio suficiente para los dos. La gente se casa, tiene hijos, van a acampar en vacaciones y se reúnen en asados. Pero tú, ¿no te avergüenzas de que te mantenga una vieja mujer enferma? Primero tu padre y ahora tú, tengo que lavar y planchar toda tu ropa, además de cargar las compras a casa. La televisión siempre me perturba, no puedo dormir, pero tú te sientas frente a ella hasta el amanecer. ¿Qué demonios ves toda la noche? ¿Cómo puedes nunca aburrirte de eso?”; ella solía insistir así aún durante horas antes de detenerse, así que él se compró unos audífonos. De alguna manera esa había sido una solución. Ella no podía escuchar la televisión y él no podía oírla a ella.
Pero ahora todo parecía demasiado silencioso. El cuarto, que alguna vez había sido ordenado, pulcro y había estado lleno de mantelitos bordados y vitrinas, se había escondido bajo pilas de cajas de cartón que comenzaban a llenarse de un extraño olor, como de hojas enmohecidas, yeso relamido por la lengua de los hongos y espacio cerrado, que sin ninguna ventilación comenzaba a fermentarse. Un día, mientras buscaba toallas limpias, encontró otra guarnición completa de frascos en el piso del armario; ocultos por completo bajo pilas de sábanas, o acurrucados entre madejas de lana, como partidarios de la quinta columna del mundo de los frascos. Los observó cuidadosamente. Diferían de los del sótano por edad. Las inscripciones en las etiquetas estaban un poco borrosas y los años 1991 y 1992 eran recurrentes, pero había especímenes aislados que eran aún más viejos; 1983 y uno de 1978. Esa era la causa del mal olor. Las tapas metálicas herméticas se habían oxidado y dejado entrar aire. Lo que hubiese habido alguna vez en los frascos ya no era más que una masa marrón. Los desechó con asco. Inscripciones similares a las otras aparecían en las etiquetas: ‘Calabaza en puré de grosellas’ o ‘Grosella en puré de calabaza’. También había algunos pepinillos que se habían vuelto totalmente blancos. Pero había además frascos cuyos contenidos él no hubiese sido capaz de reconocer, de no ser por las atentas y educadas etiquetas. Los hongos en vinagre se habían convertido en una inescrutable, turbia gelatina, y el jamón un coágulo negro. Los pâtés se habían solidificado en pequeños y arrugados puños. Encontró más frascos en el estante de los zapatos y en el cubículo detrás de la bañera. Era una colección increíble. ¿Había estado ocultándole comida? ¿Había hecho esos suministros para ella misma, pensando que algún día su hijo se mudaría? O tal vez en realidad los había dejado para él, imaginando que ella se iría primero; después de todo, las madres mueren antes que sus hijos, así que quizá ella quería cuidar de su futuro con todos aquellos frascos. Examinó las conservas con una mezcla de afecto y disgusto, hasta que se topó con uno bajo el lavaplatos de la cocina marcado como ‘Cordones de zapato en vinagre, 2004’ y eso debió alarmarlo. Observó las tiras cafés enrolladas en una pelota, flotando en salmuera, con negras costras de pimienta de Jamaica sobre ellas. Se sintió incómodo, eso fue todo.
Cuando él se quitaba los audífonos y se dirigía al baño, ella salía de la cocina, donde había estado esperándolo, arrastrando los pies para cortarle el paso. “Todos los polluelos dejan el nido, es el orden natural, los padres merecen un descanso. Esa ley aplica para toda la naturaleza. ¿Así que por qué sigues molestandome? Deberías haberte mudado hace mucho tiempo y conseguido una vida para ti mismo”, se quejaba. Luego, mientras él intentaba eludirla dócilmente, ella lo tomaba por la manga, y su voz se hacía más aguda, casi un chillido: “Merezco una vejez tranquila. Déjame en paz, deseo descansar”, pero para entonces él ya estaba en el baño; ya había cerrado la puerta con llave y se había abandonado a sus pensamientos. Ella podía intentar interceptarlo cuando salía, pero con disminuida convicción. Después se evaporaba y desvanecía en su cuarto, y cualquier rastro de ella se perdía hasta la mañana siguiente, cuando hacía un bullicio deliberado con sartenes y ollas para que él no pudiera dormir.
Pero como todos saben, las madres aman a sus hijos; y es para eso que están las madres, para ser amorosas e indulgentes. De modo que él no estaba para nada preocupado por los cordones de zapato o la ‘Esponja en salsa de tomate, 2001’. Abrió el frasco, revisó que la etiqueta no fuera incorrecta y lo arrojó a la basura. No obstante, estaba encontrando algunas verdaderas delicias. Uno de los últimos frascos de los estantes superiores en el sótano contenía una deliciosa pezuña de cerdo. O las picantes y condimentadas remolachas bebés que encontró detrás de la cortina de su cuarto. Al cabo de dos días se había comido dos frascos enteros. Como postre sacaba de uno de los frascos un poco de jalea de membrillo con el dedo.
Para el partido entre Polonia e Inglaterra se abasteció con una caja completa de conservas del sótano y la rodeó con una batería de latas de cervezas. Buscó en la caja al azar, engullendo las conservas sin mirar lo que comía. Un pequeño frasco le llamó la atención porque ella había cometido un gracioso error: ‘Champiñones ensuicidios, 2005’. Usó un tenedor para extraer los blancos trozos que se deslizaron por su garganta como si estuvieran vivos. Se anotaron algunos goles, así que no se dio cuenta en qué momento acabó con todo. Cuando tuvo que ir al baño esa noche, pensó que ella estaba ahí, en pie, quejándose con su insoportable voz filosa, pero recordó que de hecho estaba muerta. Estuvo vomitando hasta la mañana, pero no fue de mucha ayuda. En el hospital quisieron darle un trasplante de hígado, pero no pudieron encontrar un donador, así que sin llegar a recobrar nunca la conciencia, murió unos días después.
Surgieron algunos problemas, porque no había nadie que recogiera el cuerpo de la morgue o se encargara del funeral. Finalmente las amigas de su madre vinieron a reclamarlo, esas ancianas horrendas con boinas; con sus sombrillas de absurdos patrones sobre la tumba abierta, llevaron a cabo para él, sus patéticos ritos funerarios.
Autor: Olga Tokarczuk
Traducción: Arturo Hernández González
Arturo Hernández González. Poeta, docente, traductor y escritor colombiano. Su obra poética ha sido ampliamente difundida y publicada en reconocidos medios hispanoamericanos. Su trabajo literario ha sido incorporado en múltiples antologías, mereciendo reconocimientos y premios en Colombia, México y España. Es autor de los libros Olor a Muerte publicado por la Red Distrital de Bibliotecas Públicas (BibloRed, 2011; 2012) y Breviario de lo Incierto (2017). Dirige la Revista internacional de cultura y artes Noche Laberinto.