David Benedicte, periodista, novelista y poeta madrileño, nacido en 1969, esto es, perteneciente a la primera generación que, aun naciendo en pleno franquismo, vivió su adolescencia y primera juventud, las etapas esenciales de formación de una persona, ya en la denominada ‘transición democrática’, ha trabajado para medios como El País, El Mundo, XLSemanal o GQ; de hecho, formó parte de la antología periodística Del boom a los recortes, publicada por Planeta en 2012.
En su calidad de escritor, ha publicado las novelas Travolta tiene miedo a morir (Premio Francisco Umbral, 1997), Valium (2001), Guía Campsa de cementerios (2012), Tiempo muerto para Alí (2015) y Desgraceland (2018). Y ha firmado poemarios como Biblia ilustrada para becarios (2009), Maremágnum 44 (Mención de Honor Mejor Poemario Revelación Revista Ágora, 2011), Poemarx (Premio Ciudad de Badajoz, 2013), Santa Claux va a rehab (2013), Poesía eres tuit (2014) y AnoGrexia (2015).
Y, como he dejado dicho o escrito en otras ocasiones, David Benedicte es uno de los creadores de palabras más dotados e intuitivos de la poesía española actual, que busca y encuentra siempre los neologismos adecuados para nombrar el esperpento hispano; es un eslabón más de la más fértil cadena forjada con rabia y sarcasmo de la tradición lírica peninsular, esa cadena de artistas, dramaturgos, narradores y poetas españoles que, desde 1492, ríen y se ríen con una dolorosa y amarga mueca por no llorar.
Recientemente, ha publicado, en Matraca Ediciones (que solo tiene distribución en la Red: https://www.matracaediciones.com), una novela, Espanis Sico, un desasosegante ‘psicothriller’ al hispánico modo; y un cuento de niños para mayores titulado Los espejotros, que resumen y quintaesencian, creo, la naturaleza y proceso de su escritura, hasta este momento de su absoluta madurez como escritor, y que, por eso mismo, me parecen, en estos momentos, dos apropiadísimos pretextos para establecer esta conversación –largamente querida por ambos– sobre su escritura y la escritura en general en estos tiempos de zozobra.
MEC. Hola, David, una vez, dije sobre ti y tu escritura que, «en vez de con pluma o teclado, escribes con un escalpelo y, con él, nos viviseccionas sin contemplaciones para extirparnos de raíz las mentiras, excusas e imposturas que, como quistes benignos o malignos, nos han ido depositando la España negra y el capital en nuestras carnes y en nuestras almas…» Tú ibas para cirujano de campaña, confiésalo, solo que, por medio, se te cruzó el periodismo y la escritura literaria, y que el escalpelo y su necesidad siguen ahí, en tu mano, y, en cuanto te pones, sale inevitablemente de tu teclado; ¿no serás tú el auténtico ‘espanis sico’…?
DB. Para, para, Matías. No corramos tanto. Porque si en la primera pregunta ya me estás pidiendo que confiese, nos vemos en el corredor de la muerte antes de acabar esta charla…
MEC. ¡Jajaja!…
DB. El caso es que no es la primera vez que me plantean la cuestión. Para el comiquero Miguel Ángel Martín, Espanis Sico es una novela autobiográfica, lo cual, viniendo del tipo de perpetró Psychopathia Sexualis, no deja de ser un inquietante honor. Sí, claro que soy el psicópata cañí que protagoniza Espanis Sico, pero como antes me tocó ser el Santa Claus yonqui que ingresa en una clínica de rehabilitación o el inmigrante magrebí que hace milagros en el barrio de Lavapiés (al grito de «¡Alá es grande, pero me muero de hambre!»). A mí también me toca ser Madame Bovary, como al bueno de Proust. E incluso voy más allá: soy también, como decía Umbral, «yo y mis metáforas», en vez de mis circunstancias. Son los gajes del oficio. Si lo pienso ahora, esta novela surge como forma de enmendarle la plana a Bret Easton Ellis, quien publicó su American Psycho hace la friolera de 31 años, que se dice pronto. Mi Espanis Sico es uno de esos libros que uno arrastra durante media vida hasta que saca fuerzas para ponerse con él.
Bien pensado, hace ya 31 años que, tras leer las proezas sanguinolentas de Patrick Bateman, me pregunté: «¡Coño!, ¿y no mejoraría la cosa si esto lo contase un ejemplar padre de familia madrileño y se añadiese un buen chorretón de humor negro?». Pues te aseguro que no fue dicho y hecho. La idea se quedó ahí, sobrevolándome, tres décadas.
MEC. Pues, ¡vive Dios! que, al final, te ha salido una réplica ibérica de primera a Easton Ellis… Pero hay algo que he visto, más allá de la historia, en esta edición, y que repites en Los espejotros, y que, creo, lo haces también en varios de tus libros, y es que, al final, incluyes conversaciones, un poco como esta, con amigos, sean prologuistas, editores o gente de la escritura literaria, de confianza; en una de ellas, en la que reproduces en Los espejotros, con Pepe Cueto y Andrés Ramón Pérez Blanco, te preguntas y te preguntan por qué escribes así, si esta escritura, como es previsible, según las normas del mercado editorial, te aleja de la corriente dominante y de la posibilidad del éxito mediático. Te confieso que yo también, y tú lo sabes, me he hecho esta pregunta y me han hecho esta pregunta, y me encanta descubrir que hemos dado una respuesta semejante; simplemente, porque queremos hacerlo así y porque no nos sale hacerlo de otra manera, ¿no es así?
DB. Claro que sí. Ya sabes que a mí, en cuanto se plantea esta cuestión, siempre me viene a la mente la célebre fábula La rana y el escorpión, atribuida al clásico Esopo. Como el escorpión, yo tampoco sé actuar en contra de mi naturaleza. Es algo superior a mí. Por eso escribo como lo hago. Sin pensar en mercados ni en el lector medio. Es más, para ir a la búsqueda de likes o contar soplapolleces ajenas, ya tengo ahí el periodismo. Aunque tampoco, porque conservo hacia el periodismo bastante respeto. En cuanto a lo de la charla final de Los espejotros y Espanis Sico, te diré que es cosa del editor, Pepe Cueto, un sevillano genial a quien le encanta charlar con sus autores sobre lo divino y lo humano. Se trata de una idea simple, pero grandiosa a su vez. Entre otras cosas, porque permite constatar a cada lector que el tipo que ha escrito el libro que tiene entre sus manos no es otro letraherido semianalfabeto más o el típico vendedor de crecepelo literario, lo que resulta de inapreciable ayuda para que no te den gato por liebre.
MEC. Buena política editorial, me encanta; yo también temo a los letraheridos furibundos que son plaga en este pequeño ecosistema que habitamos… Jajaja… Y, justamente, otra cuestión interesante que tratáis en esa conversación es la de las absurdas consecuencias que conlleva, en este caso, en la literatura, la revisión del pasado a partir del presente, buscando una reescritura ‘políticamente correcta’ de la tradición cultural y artística, en general. Algo contra lo que Los espejotros, en relación con la Alicia de Lewis Carroll, toma posición. Porque ¿qué es realmente Los espejotros? ¿Qué has pretendido hacer con esta revisión para ‘niños/mayores raros’ de la figura de Alicia Liddell y su transfiguración en la Alicia del país de las maravillas del diácono inglés…?
DB. No deja de ser un homenaje, más o menos rendido, hacia la locura de Alicia y del mismísimo Lewis Carrol, un tipo que hoy lo tendría bastante complicado al pairo de la cultura de la cancelación que empieza a asfixiarnos. El problema es que, cuando dejo que el escorpión interior del que te hablaba antes coja el volante, la cosa siempre acaba desmadrándose un pelín más de lo debido. Lo que he escrito es un cuento para niños que quieren ser tratados como adultos y educados por adultos. Sin más. Se trata del libro que hubiese podido leer a mis 13 años de edad, cuando no existían mediocres gestores culturales con ínfulas ni algoritmos tocomocheros que nos dicen lo que un niño de 13 años tiene que leer. Porque eso es lo que ahora vivimos. Lo que nos toca padecer. El máximo control descontrolado. Por prescripción globalizadora o por lo que cojones sea. Porque yo a esa edad compaginaba La isla del tesoro con Jean Genet o 13, Rue del Percebe con la Anarcoma de Nazario. Me valía todo. Del TBO a Makoki pasando por el noir cañí de Carlos Pérez Merinero o los capítulos sueltos de El Quijote que me enseñaban (nunca obligaban) a leer en la EGB. Y no te miento si te digo que fui un niño feliz. Felicísimo entre lecturas de lo más variado que acometía siempre a salvo de esos guardianes entre el centeno de la corrección política.
Esos descerebrados censores que tanto abundan hoy por hoy. Te juro que nunca pensé que llegaría a echar de menos aquellos maravillosos años en que Libertad y Lectura eran sinónimos y siempre viajaban juntas, encabezadas por sendas dobles y benditas eles mayúsculas.
MEC. Es verdad, lo de la denominada «cultura de la cancelación», empieza a ser, además de una cosa bizarra, que me parecía al principio, algo ya asfixiante y fascistoide; muy pero que muy peligrosa, creo, más allá de las risas que nos podemos echar a costa de ello… Y, en este sentido, hay otro aspecto de esta especie de ‘imbecilización’ general a que se nos está sometiendo, pues, como tú bien señalas, me resisto a denominarla ‘infantilización’, ya que un niño es niño, pero no es imbécil por serlo: son dos cosas distintas, a pesar de lo que cuesta entenderlo a algunos… Me refiero a la estúpida dulcificación de los monstruos, que es un modo de desactivación y anulación del potencial desestabilizador y subversivo que, de lo real burgués, poseía, precisamente, en el inicio, el monstruo literario, ya sea en la literatura culta, en los albores del romanticismo, cuando surge el monstruo moderno, léase la criatura del doctor Frankenstein, por ejemplo, o, desde mucho antes, los seres monstruosos –y no solo desde un punto de vista físico– de la tradición popular, de los cuentos y leyendas tradicionales…
Y ahí está tu Espanis Sico, con su monstruo psicópata algo cutre y casposo –como cutre y casposa es la hispánica realidad que lo rodea–, sin concesiones a la galería, auténtico, como él solo y la cotidianeidad lo son, para recordarnos, acaso, el auténtico pedazo de monstruo histórico que es esta España cañí que nos hemos mercado entre todos, tanto las derechas, como las izquierdas patrias, los de arriba y los de abajo, que «tanto monta, monta tanto», pues, en esto, vamos de la mano, me temo, todos juntitos…
DB. Ahí lo clavas, compañero. Bien leído, una vez más. «El que es más ciego nos guía», como anunció, en su momento y entre versos afilados, Salvador Espriú. España. Es. Pa. Ña. Ese es el nombre del monstruo que más debería acojonarnos. Mucho más, incluso, que el psychokiller más iracundo que podamos imaginar en nuestra peor noche de insomnio. De hecho, lo más monstruoso del protagonista de Espanis Sico no es su querencia para rematar a sus semejantes de una manera virulenta, sino la variada, ponzoñosa y peculiar fauna con que se topa en cuanto decide salir de su casa. El vecindario. La comunidad. Yo creo que hay mucho más terror en cualquier junta de vecinos de nuestro amado país que en Saw III. Más psicópatas sí que acuden, desde luego. Lo que ocurre es que viven solapándose unos con otros. Se encubren. Mantienen un orden natural de las cosas. Defienden sus intereses. España es un país repleto de mass murders desde antes de que Goya retratase a un par de ellos machacándose a garrotazos. El mismo Cervantes lo vislumbró, en plena Contrarreforma, y por eso en El Quijote anticipa todo lo monstruoso que estaba por llegar. El bueno de Alonso Quijano y Sancho Panza sobreviven rodeados de psicópatas de altura. El ama, el cura, la sobrina y el barbero, lo son. Sobre todo, cuando deciden dar rienda suelta a sus instintos pirómanos quemando, mediante censura previa, la biblioteca del pobre hidalgo. Ginés de Pasamonte, también lo es. De hecho, no creo que su condena a galeras sea por configurar un modelo de rectitud. Y del duque y su mujer, doña Rodríguez de Grijalba, que aparecen en la segunda parte, tampoco me cabe duda. Su conducta psicopática daría para pergeñar tres manuales psiquiátricos.
Pues en eso, amigo mío, me temo que hemos evolucionado bien poco. Siguen entre nosotros, y lo peor de todo es que continúan siendo ellos los quienes deciden qué es y qué no es lo que nos tiene que dar miedo.
MEC. La verdad es que, mirada la cosa objetivamente, a nuestro alrededor, y leído tu Espanis Sico, un lector avisado, que decía Cervantes, en efecto, no puede dejar de preguntarse por cuáles son los verdaderos psicópatas, ¿este psicópata de andar por casa o los que lo rodean, y, más allá, los que, desde sus despachos relucientes, en sus rascacielos de cristal, deciden la muerte o la desgracia de millones de seres con sus decisiones…? Por eso precisamente es tan efectivo ese abordaje expresionista, grotesco y esperpéntico tan propio de tu escritura.
En este sentido, estoy de acuerdo con Pepe Cueto en que, bien manejado, el humor añade más oscuridad, si cabe, al horror, como sucede en toda la tradición del grotesco expresionista que impregna gran parte de nuestra tradición artística y literaria, tal como tú has señalado. Mientras leía la historia de tu asesino en serie, no dejaba de pensar en los personajes y en la realidad mostrada en los esperpentos valleinclanescos o en lo mejor de la obra inicial de Cela, Pascual Duarte y La colmena. Tu escritura –y lo repito, porque es clave, desde mi punto de vista– hunde sus raíces en esa tradición inequívocamente humorística y grotesca, de raíz expresionista, que se inicia, justamente, con nuestro fracaso como comunidad histórica, antes incluso de la Contrarreforma, en 1492, diría yo. ¿Es para ti el humor, en ese sentido, además de una respuesta crítica a lo que nos rodea, una especie de escudo, de ingenio defensivo con el que protegerte del desastre…?
DB. Desde luego que sí, Matías. Ya lo dijo Samuel Beckett: «Cuando la mierda te llega hasta el cuello, no queda otra cosa por hacer más que empezar a cantar». Y algo de eso hay en toda la tradición del grotesco expresionista a la que bien te refieres. Muchos nos reímos, sobre todo de nosotros mismos, por no echar espumarajos por la boca. Será porque el humor, cuando resulta ser tajante y verdadero, surge como reacción hacia algo o hacia alguien que trata de imponerse con solemnidades, señuelos o mentiras. Se trata, de hecho, del arma más poderosa con la que aquel niño del cuento del traje nuevo del emperador todavía puede sincerarse de una manera brutal.
De hecho, ese niño, al que tanto odiaban los censores de antaño, es hoy la pieza a abatir por los cancelacionistas y por los reaccionarios woke que pululan, en plan masa enfurecida, por las redes sociales. Ese chiquillo sonriente, tocapelotas por afición, acabará por mostrar frente a ellos una peligrosa inclinación por disfrazarse de bufón. Si nos fijamos, a los buenos bufones de ahora les ocurre lo que les sucedía a los buenos poetas de antaño, aunque en siglos no muy lejanos. Que la única solución para sus problemas solo halla tres salidas: la de la cárcel, la de la autocensura o la del ostracismo. Y esto es así porque aún no han abierto una puerta a la que, en tiempos, eran bastante aficionados: la del paseo final con tiro en la nuca. ¡Ojalá nunca recuerden que, en bastantes momentos de nuestra peor intrahistoria, aquella era para ellos otra manera, si no la forma habitual, de ‘solucionar’ sus asuntos! De momento, es lo que nos salva: que, debido a su extrema carcundez mental, la mayor parte de ellos conserva muy poca memoria. Por no decir ninguna. Por eso para estos tipos no funciona la memoria histórica, sino la histérica. Y no olvidemos que, hace tiempo, la histeria era el diagnóstico habitual que daban a las mujeres (¡tal era el plan!) que mostraban síntomas como desfallecimiento, irritabilidad, fuertes dolores de cabeza o, cito textualmente, «tendencia a buscar problemas». Y otra cosa no, pero tanto los fachirulos de nuevo cuño como los militantes de la cultura woke son expertos en crear problemas donde nunca los hubo. Es más, hasta viven (bastante bien) de eso.
MEC. Antes de finalizar y en la línea que hemos trazado en este final, no me resisto a preguntarte por una cuestión que afecta fundamentalmente a tu novela, pero también a prácticamente toda la literatura producida por gente como nosotros (y no solo aquí en España, que conste): tu psicópata patrio reconoce, en un momento dado, que es la frustración de esa vida de asquerosa y patética ‘clase media’ que lleva, junto con la sed de venganza que ha acumulado a lo largo de su vida, las motivaciones esenciales de su conducta; y me pregunto, ¿por qué no dirigimos al enemigo correcto toda esa frustración y sed de venganza que íntimamente sentimos la inmensa mayoría?, ¿por qué no somos capaces de soñar siquiera una vida distinta?, ¿por qué no nos soñamos alzados contra ellos, contra los causantes de toda nuestra mierda de vida y preferimos proyectar toda esa rabia y frustración contra nuestros iguales?
Será porque, como afirma Fredrick Jameson, la más completa derrota que hemos sufrido los trabajadores no se ha dado fuera de nosotros, sino en nuestro interior, en nuestra alma, de tal manera que podemos imaginar y aceptar como posibles y verosímiles los más horrendos crímenes y la absoluta destrucción de los otros, incluso la desaparición de nuestra especie y del mundo entero, el fin del mundo, pero ya no somos siquiera capaces de imaginar un mundo distinto, libre, equilibrado y humano; o, dicho de otra manera, porque ya no somos capaces siquiera de imaginar la revolución.
DB. Será. Claro que será. Es muy acertada esa idea de Jameson. Frente a ella, solo se puede estar de acuerdo. Es más, me viene a la cabeza ese poema tuyo que dedicas a la memoria de Fermín Salvochea y lleva por título Antes de la fractura. Hoy la mayoría somos: «vencedores realmente vencidos», aunque no lo sepamos. Además, de entre esa mayoría, unos pocos ya nos sentimos demasiado mayores para iniciar revoluciones. Por eso preferimos permanecer bajo el sopor de esta especie de eterna siesta dominguera. Hasta que llegue el momento en que prevalezca, bajo ese algoritmo que tanto les gusta citar y con el que creen que nos manejan, una variable con la que ninguno de ellos ha contado aún: el hambre. Pero hambre de verdad. No esta leve sensación de vacío que nos hacen sentir en el estómago antes de repartir sus migajas. El hambre que hace salir a la gente de sus casas para apostarlo todo al rojo.
Yo confío en que los chavales de la llamada generación Z comiencen pronto a sentir que atruenan sus tripas. Y eso que me cuesta mucho mantener la esperanza. Corren tiempos extraños, Matías. Ahora mismo, Rosalía y Quevedo, en vez de enormes poetas de talla universal, son cantantes de trap que abusan del reguetón. Y eso es lo único que, durante estos días, de momento, atruena. Aunque el advenimiento del próximo poeta que yo deseo ver ‘resucitado’ es el de Arthur Rimbaud. Pero el Rimbaud de los años previos a la Comuna, aquel quinceañero ceñudo que no dudaba en recorrer más de 200 kilómetros andando con la honesta intención de incendiar París. Y me remito, para rematar, a uno de los epígrafes que aparecían al abrir Poemarx y salió del grafiti de un manifestante de mayo del 68: «Dios ha muerto, Marx ha muerto, y yo tampoco me encuentro muy bien». Pues eso.
MEC. ¡Jajaja!… Eslogan que, si no recuerdo mal, usa, luego, Woody Allen en una de sus películas… Sí, me da que no nos encontramos muy bien ninguno de nosotros… ¡Jajaja!… Y el caso es que esa literatura del “qué mal me encuentro”, o “qué malo es el mundo conmigo o con mi generación”, o “qué transgresor que soy, pero, si me sacan en La Ser o en El País, mejor que mejor, tengo más principios, por si acaso” [¡jajaja!…] me cansa tanto, desde hace tanto; por eso, es un gusto encontrarse con esta literatura rabiosa tuya (rebelde con causa, a pesar de todo), por más desolada que sea, a la espera del hambre, de ese hambre de verdad que nos sacuda…
Gracias, David, por prestarte a esta conversación, espero que nuestros lectores la disfruten tanto como la hemos disfrutado nosotros.
Conversación propuesta por Matías Escalera Cordero para Odisea Cultural y Casa Bukowski