Reescribo estas líneas un día antes de su publicación debido al reciente y desafortunado anuncio del fallecimiento del gran dramaturgo, crítico y ensayista Jerónimo López Mozo, uno de los escritores españoles más prolíficos y complejos del último medio siglo.
Quisiera aprovechar para expresar mi inmensa gratitud por haber tenido la oportunidad de acercarme a su maravillosa persona y deseo de corazón que esta entrevista sirva para recordar la grandeza de su figura y animaros a leerle, que es la mejor forma de recordarle.
Esther Lapeña
Jerónimo López Mozo nació en Gerona el 15 de mayo de 1942 y se trasladó a Madrid a a los ocho años. Formó parte de la generación llamada Nuevo Teatro Español y ha sido distinguido con prestigiosos premios, entre otros, el Hermanos Machado, el Álvarez Quintero de la Real Academia Española, el Tirso de Molina, el Carlos Arniches, o el reputado Nacional de Dramaturgia, dejando un legado de más de ochenta piezas teatrales, todas ellas publicadas y representadas.
También fue miembro del consejo de redacción de la revista Pipirijaina, miembro fundador de la Federación Nacional de Teatro Universitario y, hasta el 2004, formó parte del Consejo de Lectura del Centro Dramático Nacional. Además, ha publicado varios ensayos y relatos, aunque su única novela, El Happening de Madrid, inédita desde 1978, ha salido de su cajón recientemente gracias a la editorial aragonesa Libros del Innombrable, liderada por el escritor Raúl Herrero.
A continuación, charlamos con el autor sobre su nueva novela, su vida y su obra en general. Esperamos que os resulte interesante.
Esther Lapeña (EL): Madrid es el escenario de tu último libro publicado y también tiene un papel influyente en algunos de tus libros anteriores. En un artículo que escribiste, “Hurgando en la memoria: un repaso a mi trayectoria teatral”, comentas que fue en la capital donde surgió tu amor por los libros y el teatro, gracias a la biblioteca de tu abuelo, y a la posibilidad de acudir a representaciones de distintos géneros escénicos. Cuéntame más sobre tus inicios. ¿Cómo fueron tus primeras revelaciones? ¿Esos recuerdos y experiencias alimentan la ficción en tus obras?
Jerónimo López (JL): Llegué a Madrid en 1950. Tenía ocho años. Muy pronto empecé a conocer una ciudad llena de sorpresas para quien venía de Quintanar de la Orden, un pueblo de La Mancha. Aquí descubrí la existencia del agua corriente, los tranvías, los autobuses de dos pisos, el metro… También las calles adoquinadas y las aceras. Haciendo de lazarillo para mi abuelo, casi ciego, llegué a conocerlas como la palma de mi mano y, atendiendo a sus explicaciones, su historia y la de los edificios más notables. Luego, ese aprendizaje lo continué por mi cuenta, convirtiéndome en visitante de todos los rincones de la capital. La afición a los libros y al teatro surgió no mucho más tarde. Me gustaba la lectura, no solo la de los tebeos, sino la de novelas adaptadas para jóvenes. La vuelta al mundo en ochenta días, Miguel Strogoff, Tartarín de Tarascón, Robinsón Crusoe, Ivanhoe, La isla del tesoro. … Eso, un tesoro, fue lo que encontré de forma casual en una bohardilla de la casa en que vivía: un baúl lleno de libros procedentes del Museo Pedagógico Nacional, ligado a la Institución Libre de Enseñanza.
Al acabar la guerra, un grupo de falangistas saqueó su biblioteca y mi abuelo, que era empleado de la Institución, logro salvar aquellos ejemplares y esconderlos. Abundaban los ensayos escritos por miembros de la Institución. Me atraparon los que Manuel Bartolomé Cossío dedicó al Greco y que influyeron en mi creciente interés por la pintura y en mi afición a frecuentar exposiciones y museos. Encontré también algunos libros de historia, pero sobre todo novelas. Las primeras que leí fueron las de Pío Baroja y Blasco Ibáñez. Y los Episodios nacionales de Galdós. Ellos me abrieron antes de tiempo las puertas de acceso a la literatura con mayúsculas. Las del teatro me las franqueó la zarzuela Doña Francisquita, que fui a ver con mis padres. Mi empeño por pedir autógrafos a sus intérpretes me llevó a los camerinos y la amabilidad del regidor a presenciar el espectáculo entre bastidores. Las tripas del teatro me fascinaron. Era un mundo nuevo. Durante muchos días visité aquel lugar mágico. Ambos hechos alimentaron, primero, mi deseo de escribir y. luego, el de hacerlo a través del teatro. Las primeras muestras de esa vocación sin precedentes en mi familia fueron algunos relatos escritos en cuadernos para consumo de mis compañeros de clase y una piececilla navideña representada en la sala infantil de una biblioteca pública que frecuentaba y en la que hice mis pinitos como articulista en un periódico mural. No creo, sin embargo, que la ficción de mis obras tenga que ver con esas experiencias primerizas. Fueron, eso sí, el detonante de mi vocación.
El contenido de mis obras bebe en otras fuentes que han ido variando en función de circunstancias diversas y del momento en el que fueron escritas. Ni siquiera la presencia de la ciudad de Madrid en algunas de mis obras viene de aquellos paseos con mi abuelo, sino del conocimiento que fui adquiriendo sobre ella en años posteriores, cuando la recorría en solitario. De hecho, hasta 1999 no la la convertí en escenario de una obra mía. Fue en Eloídes. Luego vinieron El arquitecto y el relojero, Puerta del Sol (Un episodio nacional) y El happening de Madrid. Hoy, a mis 82 años, a punto de poner el punto final a mi producción, veo con claridad esas fuentes. Los contenidos de mi primer teatro están determinados por mi rechazo de la dictadura franquista y por mi pertenencia a una familia de clase media que había sido una de sus muchas víctimas. Mi padre, telegrafista, fue juzgado y castigado por su condición republicana, lo que tuvo consecuencias negativas en su vida profesional. Mi respuesta fue un teatro de denuncia, que traté de compatibilizar con la experimentación. Luego, a partir del 1975, ya en democracia, me interesaron, además, otros asuntos: el exilio republicano, la memoria histórica, el maltrato femenino, la inmigración, el terrorismo… Debo señalar que no siempre los he abordado por iniciativa mía ni en solitario. Muchas veces lo he hecho en respuesta a encargos y, sobre todo en mis inicios, en colaboración con otros autores. En todo caso, nunca he aceptado participar en proyectos que no me parecieran atractivos.
EL: Ya desde tus primeras experiencias te alejaste de la literatura comercial y las estéticas cercanas al realismo, que eran las imperantes en la época, prefiriendo el teatro experimental europeo y norteamericano, que llegaba con cuentagotas a España (el teatro del absurdo de Beckett y Ionesco, el teatro de la crueldad de Artaud, los happenings del Living Theatre, el teatro político y épico de Brecht). Estas experiencias te sirvieron para crear las bases de un «Nuevo Teatro» en España políticamente comprometido, pero más experimental y creativo. ¿Fue fácil encontrar una compañía y un espacio para representar tus obras en Madrid? ¿Crees que la situación del teatro actual ha cambiado o siguen siendo las salas independientes y alternativas las que mantienen el teatro experimental en España?
JL: Mi incorporación a la vanguardia se produjo de forma natural. No me gustaba el teatro comercial que invadía nuestros escenarios, aunque lo leía y seguía como espectador. Sí admiraba el teatro de los realistas, en especial el del primer Buero Vallejo y todo el de Alfonso Sastre y Carlos Múñiz, pero no era el que quería hacer. Es curioso que, superados los enfrentamientos entre aquella generación y la de los nuevos autores, mi relación con los tres citados fue muy estrecha. Buena prueba de ello es que Buero me pidió que, dados sus achaques y su avanzada edad, le representara ante el gobierno venezolano cuando le fue concedida la Orden de Andrés Bello. Respondiendo a tu pregunta concreta, no tuve dificultad para representar mis obras más allá de las trabas que ponía la censura. Fui muy bien acogido por los grupos universitarios, muy activos en aquellos años, y por los grupos de teatro independiente, que empezaban a surgir. Unos y otros estaban empeñados en hacer un teatro innovador y comprometido y en llegar a nuevos públicos. Mi primera obra representada, «Los novios o la teoría de los números combinatorios», llegó a los escenarios de la mano del Teatro Universitario de Sevilla apenas unos meses después de haberla escrito. Formaba parte de un espectáculo que reunía piezas de Ionesco, Beckett, Arrabal y Averchenko. Lo mismo sucedió con Moncho y Mimí. En el mismo año de su escritura fue estrenada y obtuvo el Premio Sitges de Teatro. Mi vinculación con esos grupos fue estrecha durante el franquismo. Luego, en democracia, en el teatro profesional casi siempre he trabajado con directores y actores procedentes de aquellos colectivos.
En cuanto a la situación del teatro actual en relación con el teatro experimental, los cambios han sido profundos. Ya lo fueron cuando el teatro independiente abandonó la itinerancia y se estableció en locales fijos a los que se llamó salas alternativas, pero sobre todo cuando muchos de sus miembros se convirtieron en gestores culturales, se hicieron cargo de la dirección de los nuevos centros dramáticos de titularidad pública o continuaron su labor creativa en el marco de la empresa privada. Muchos se pasaron al teatro comercial al uso, pero no faltaron los que conservaron intactas sus inquietudes y las desarrollaron en sus nuevos destinos. Hoy no hay espacios acotados para la experimentación.
EL: Por las páginas del Happening se pasean decenas de nombres de personajes históricos y escritores de distintas épocas (Fray Luis de León, Lope de Vega, Unamuno, Valle-Inclán, Quevedo, Cervantes…) que entran y salen de escena y conversan sobre diferentes temas. ¿Se trata de recuperar sus nombres y su voz, o tienen voz propia? ¿es tu forma de rendirles homenaje?
JL: En mi galería de personajes figuran, junto a los de ficción, muchos, anónimos o no, que han existido en la realidad. No todos me parecen admirables, por lo que su presencia en mis obras no siempre obedece a la voluntad de rendirles homenaje o de recuperarlos del olvido. En ocasiones así lo he hecho. Por ejemplo, en «Las raíces cortadas» reivindico las figuras de Clara Campoamor y Victoria Kent, y en «El engaño a los ojos» la del Cervantes dramaturgo. Pero, en general, se trata de seres que he ido conociendo a lo largo de los años y que en mayor o menor medida han contribuido a mi formación. A veces me imagino conversando con ellos. La tentación de llevarlos a mis obras en muy fuerte. Podría apropiarme de su discurso, pero no me parece honesto. Prefiero que hablen ellos, sin intermediarios, aunque bien sé que en cierta medida les traiciono cuando soy yo el que elije sus palabras.
EL: En muchas de tus obras percibo un gran interés por la memoria histórica y el uso de objetos escénicos como soportes y símbolos de esta memoria. Volviendo a Madrid, tu happening invita a recorrer las calles de la ciudad y a observar nuevamente algunos de los lugares más emblemáticos de la capital (Las Ventas, La Plaza de Atocha, El Museo del Prado, El Jardín Botánico, el Templo de Dagobah, etc.), deteniéndonos en su historia. De esta forma, encuentro que los objetos son también a veces los personajes que cuentan su historia: La puerta grande de Las Ventas en este «Happening» o el reloj de la Puerta del Sol en «El arquitecto y el relojero» son buenos ejemplos de esta casuística. ¿Por qué crees que es tan importante recordar el pasado de los objetos? ¿Olvidamos intencionadamente o existe un interés político en ocultar nuestra memoria histórica?
JL: Somos hijos del pasado, nos guste o no. Sin embargo, lo conocemos mal, bien porque se nos oculta o, lo que quizás sea peor, porque se nos muestra manipulado. De la historia de España hay mil versiones en función de quien nos la cuenta. Cuando se trata de la memoria histórica reciente, no hay olvidos intencionados, salvo para quienes sufrieron traumas insuperables y prefieren no hablar del pasado. Todo lo que tiene que ven ella se mueve entre la ocultación de lo sucedido, su negación o la manipulación. Las razones para ello son políticas. La transición de la dictadura a una monarquía parlamentaria se hizo mediante un pacto que evitó acontecimientos violentos, aunque algunos hubo, pero que exigía el borrón y cuenta nueva. Es un asunto que se abordó tarde y con timidez y ahora, cuando se intenta entrar a fondo en él, la resistencia por parte de los herederos del franquismo es feroz.
Me indigna lo que está sucediendo. Lo veía venir. De ahí la idea de escribir «El arquitecto y el relojero». Yo no conocía el interior del edificio de la Puerta del Sol, pero cuando supe que lo que hasta entonces era la Dirección General de Seguridad iba a ser la sede de la Comunidad de Madrid me acordé de la gente que había pasado por sus sótanos, entre la que había no pocos amigos míos. ¿Qué memoria quedaría de lo sucedido allí cuando los calabozos fueran convertidos en despachos? Hace unos días algunas personas han pedido sin éxito que se ponga una placa alusiva a ese pasado en algún lugar del edificio.
EL: Me encanta el capítulo de “interrupción” metalingüística en el que intervienes improvisadamente el happening (como un buen actor, reafirmando la esencia del libro) para convertirte en un personaje de tu novela, que es acosado por cuatro mandamases que intentan censurar e incluso eliminar tu obra. Es totalmente vibrante y maravilloso este capítulo, que yo he querido interpretar como un alegato a favor de la libertad creativa y la labor artística. Permíteme que yo misma, como vecina de Madrid, asuma un pequeño papel y reproduzca un fragmento para los lectores:
CONFESOR.- Nada de lo que relatas ha sucedido.
AUTOR.- Es rigurosamente cierto.
CONFESOR.- Lo ha creado tu mente calenturienta.
AUTOR.- He recorrido las calles de Madrid tomando notas. En mi obra me limito a relatar lo que he visto.
CONFESOR.- ¿Pretendes decir que tres millones de ciudadanos están ciegos?
AUTOR.- No. Muchos han contemplado lo que yo. Tal vez hayan interpretado los hechos de forma diferente, no lo niego. En Madrid se está celebrando un happening extraordinario. Salga a la calle y lo comprobará. Cada espectador puede interpretarlo de modo diverso, si es que podemos hablar de espectadores. En realidad, todos actuamos en el espectáculo, aunque algunos no se hayan dado cuenta. Cada vecino de Madrid tiene varios papeles a su disposición y puede asumir el que más le agrade. En ese aspecto, es un privilegiado. En cuanto a mí…
Y poco después afirma, de un modo tan poético:
“El mayor happening del mundo es el propio mundo. Y les asusta porque no pueden dominarlo. Usted quisiera que fuera un espectáculo rigurosamente programado y dirigido. Al ver como su control se le escapa de las manos, lo rechaza, dice no entenderlo”
JL: Esa historia sobre la censura castrante e inquisitorial andaba rondándome desde mucho antes, pero no era capaz de trasladarla al papel ni de concebirla como escena de una obra teatral. Hasta que empecé a escribir «El happening de Madrid». Buscando escenarios para la novela, visité la cripta de la catedral de la Almudena. Ya la conocía, pero nunca la había prestado demasiada atención. No sé cuánto tiempo pasé en su interior, pero en algún momento fue adquiriendo forma lo que hasta entonces era una vaga idea. Nada tenía que ver con lo que me traía entre manos, de ahí que, tras no pocas dudas, optara por convertirla en un capítulo que, por ser ajeno a la trama de la novela, denominé “interrupción”. Con el mismo criterio, añadí las páginas que aluden a mi viaje a Lisboa a raíz de la revolución de los claveles.
EL: En el momento actual en el que vivimos (algunos con estupefacción) el auge del fascismo y el ultraderechismo en nuestra sociedad, ¿Qué no hemos entendido o qué no hemos querido entender? ¿estamos condenados a repetir siempre los mismos errores?
JL: Trato de entender el fenómeno y no encuentro respuesta. Solo sé que está sucediendo. Me resisto a creer que estamos condenados a repetir los errores y horrores del pasado, pero viendo como en todas partes surgen lideres descerebrados y el mundo asiste con indiferencia a tanto crimen y violación de los derechos humanos, me siento pesimista. Soy viejo y, aunque finjo no serlo, la realidad es esa. Lo que tenía que hacer está hecho. Vistos los resultados, no es para celebrarlo, de modo que solo me queda mirar a los más jóvenes y poner mi esperanza en ellos. Aunque algunas cosas no me gustan, me consta que los hay capaces de mantener viva la lucha que por ahora estamos perdiendo.
EL: Llevas muchos años escribiendo y en tus obras has tratados temas sociales muy polémicos (inmigración, violencia psíquica, feminismo, violencia de estado, paro, etc.) Has sufrido en tus carnes distintos de censura, en dictadura y en democracia. ¿Cómo ha cambiado de “ropaje» la censura a lo largo de estos años? ¿Crees en el valor del teatro independiente y la vanguardia como vehículo del cambio social? ¿Puede la literatura cambiar el “discurso oficial”?
JL: He conocido y convivido con diversas censuras. Primero me topé con la franquista, de carácter político, moral y religioso. Cuando sufrí las primeras prohibiciones estaba muy reciente la polémica que había enfrentado a Buero Vallejo con Alfonso Sastre sobre el posibilismo. Buero era partidario de negociar con los censores si con ello conseguía representar sus obras. Por el contrario, Sastre se negaba a cualquier concesión. Yo estaba de acuerdo con él. Si tenía que condicionar mi escritura, prefería renunciar a ella. De modo que la practiqué con absoluta libertad, salvo en aquellos casos en que se trataba de atender encargos. Entonces procuraba evitar perjuicios artísticos y económicos a quienes me los formulaban. No me arrepiento de mi decisión. Sufrí los rigores de la censura, pero con la complicidad de muchos a veces conseguía burlarla y llegar a los escenarios.
Ya en democracia y abolida oficialmente, gracias al celo de los censores vocacionales y casi siempre anónimos que brotaron por todas partes, todavía tuve alguna prohibición. Así sucedió cuando las representaciones de mi versión de «La Lozana andaluza» fueron suspendidas en plena gira porque en una escena la protagonista aparecía sentada en las rodillas del Papa. La desaparición oficial de la censura destapó la existencia de otras variantes. En no pocas ocasiones, los gestores y programadores de teatros públicos ejercían su labor atendiendo más a la ideología de los políticos que les habían contratado que a criterios artísticos. A partir del momento en que el teatro empezó a ser subvencionado, sus beneficiarios directos -empresarios y titulares de compañías- se convirtieron en censores por el temor, en ocasiones fundado, a que el contenido ideológico de las obras propuestas influyera en la concesión de las ayudas. Una de las consecuencias fue la recuperación de la autocensura por parte de no pocos creadores. Y, en fin, la reciente llegada al poder de partidos de extrema derecha ha provocado una oleada de prohibiciones inaceptables en una democracia que nos devuelve a momentos que creíamos superados.
Respecto al valor del teatro independiente como vehículo del cambio social, lo tuvo en los momentos de su mayor esplendor, aunque no debemos engañarnos sobre su alcance. Contribuyó al cambio, pero no más y tan eficazmente que otros agentes. Digamos que aportó su grano de arena. Y lo mismo pienso, en general, de la literatura. Con el fin de la dictadura surgieron otras tribunas desde las que ejercer esa tarea.
EL: Estamos viviendo de nuevo la evolución (o involución?) de la literatura contemporánea hacia estéticas comerciales y la consecuente problemática para publicar y/o editar textos originales y experimentales. Tú mismo has comentado en otras entrevistas que los libros y las obras que se han representado apenas te han proporcionado ingresos, y que la única forma de obtenerlos es a través de los premios. De hecho, estoy muy sorprendida al ver la poca cobertura mediática de tu último libro, dada tu increíble trayectoria. ¿Por qué sigue siendo tan difícil vivir de la literatura y el arte? ¿Qué esperanza hay para el escritor que se inicia en el teatro?
JL: Vivir de la literatura y el arte siempre ha sido difícil cuanto las motivaciones principales del creador son ajenas a los intereses del mercado cultural de consumo, que no critico, pero tampoco me interesa. En el mundo del teatro, que es el que mejor conozco, predomina la precariedad laboral. Se da entre los actores y demás profesionales de la escena. Los autores no somos una excepción. Desde que yo lo soy, puedo contar con los dedos de la mano los que he conocido que vivieran de los derechos de autor, la mayoría dependían de los ingresos procedentes de otras actividades. Muchos de mis colegas eran funcionarios y profesores universitarios, de instituto o de centros y escuelas de arte dramático. Eran tantos los licenciados en medicina que llegaron a asociarse. Otros compatibilizaban la escritura dramática con el periodismo. No faltaban los que, sin trabajo estable, vivían a salto de mata. En mi caso, desde el principio fui consciente de que el teatro no me sacaría de pobre, primero por la existencia de la censura y luego porque el mío no era el que los empresarios demandaban. Durante años, mis recursos materiales me los proporcionó el trabajo estable en una empresa, que se sumaban a los aportado por mi pareja.
Cuando aquellos cesaron, mis ingresos fueron irregulares y de diversa procedencia, pero siempre relacionados con mi actividad literaria: derechos de autor nunca suculentos; numerosos premios; conferencias, participación en congresos y colaboraciones en revistas y suplementos literarios; encargos remunerados; participación en jurados; y, en fin, alguna ayuda a la creación. Todavía recuerdo que gracias a los artículos que escribí en 1972 y 1973 para la revista de humor Hermano Lobo pude adquirir el piso en el que vivo. Hoy, no todas estas actividades reciben compensación económica. Yo sigo escribiendo por necesidad personal y tal vez porque a estas alturas es lo que mejor sé hacer. No quiero preguntarme si, a la vista de los resultados, repetiría la experiencia en el caso de tener que empezar de cero.
De lo que estoy convencido es de que los nuevos autores lo tienen difícil. Estrenar no es fácil. Menos aún desde que el puro teatro comparte los escenarios con adaptaciones de novelas de éxito, versiones modernas de nuestros clásicos y espectáculos construidos a partir de los testimonios desnudos de personas que denuncian su situación o reclaman sus derechos. Los premios teatrales ya no sirven, como antes, para salir del anonimato y pocas veces sus bases incluyen la representación del texto triunfador. A lo sumo, la dotación económica viene acompañada de su publicación, casi siempre en ediciones de pocos ejemplares y muy deficiente distribución. Y aunque todavía existen editoriales que incluyen el teatro en sus catálogos, muchas lo hacen si los propios autores asumen los gastos de edición. A pesar de tanto inconveniente, lo cierto es que son muchos los que aspiran a ser autores de teatro. Es lo que se deduce de la cantidad de alumnos de dramaturgia matriculados en las escuelas oficiales de arte dramático o que asisten a talleres de escritura teatral impartidos por autores consagrados. Habría que sumar los autodidactas, cuyo número soy incapaz de calcular. Es un fenómeno extraño. En mis horas bajas, cuando cundía el desaliento, creía que mi generación sería la última. Garrafal error. Vino después la llamada de la transición y, a ella, siguieron la Bradomín y otras sin nombre. Hasta hoy. Y yo, aunque me cueste entenderlo, me alegro.
EL: La capital ha crecido de forma salvaje en las últimas décadas. Se vive rápido, se camina rápido, se gasta mucho, y cada vez hay menos tiempo para pararse a reflexionar. La brevedad, la síntesis, lo obvio, lo fácil, son marcas específicas de la sociedad contemporánea que traspasan al lenguaje. ¿En qué medida el lenguaje comercial y la escritura rápida están desplazando a lenguajes más herméticos, más reflexivos o más complejos?
JL: Lo que dices es verdad y seguramente inevitable. Algunas cosas las vemos y otras nos pasan desapercibidas. Cuando hablas del crecimiento salvaje de la ciudad, no puedo evitar recordar que la casa en la que vivo, cerca de la avenida Reina Victoria, está construida en lo que fue un descampado lleno de merenderos a los que, de pequeño, acudía con mis padres. No sé si era mejor aquello que esto. No tengo respuesta. Pero sí veo con horror los desmanes perpetrados en otras zonas a causa de la especulación y el desprecio hacia lo que debería ser conservado. Mencionas otros vicios de nuestro tiempo que derivan en que la reflexión sea reemplazada por la urgencia. El lenguaje comercial y la escritura rápida son consecuencia de todo esto. O su causa. Oponerse es inútil. Solo cabe denunciarlo, aunque sea en vano, y mantenerse fiel a uno mismo. Es posible que seamos vistos como unas rara avis, pero eso es algo que no debe asustar a los que nos movemos en los márgenes de la cultura.
EL: Al final del libro, en tus notas, nos hablas de los cambios que han vivido las calles de Madrid. Dejando de lado el escenario, ¿Qué es lo que más te gusta y lo que menos del Madrid actual?
JL: Madrid no es mejor ni peor que cualquier otra ciudad del mundo, pero es la que mejor conozco. No en vano llevo 74 años viviendo en ella. No me considero, sin embargo, madrileño de adopción, quizás porque me gustaría ser de todas partes. De ahí que viajar sea una de mis pasiones y que, en general, guarde buenos recuerdos de los lugares que he visitado. Madrid está llena de luces y sombras y eso ha quedado reflejado en las obras de los escritores que la han elegido como escenario de sus ficciones. De los que he leído, me vienen a la cabeza Arniches, Pérez Galdós, Valle Inclán, Pío Baroja, Gómez de la Serna, Arturo Barea, Luis Martín Santos…
Atendiendo a tu pregunta, del Madrid actual me gusta lo que se conserva del antiguo. En primer lugar, el parque del Retiro, que fue mi rincón de pensar preferido cuando era estudiante. Uno de mis primeros escritos, perdido en alguna carpeta, es una descripción de sus paseos y monumentos. Hay muchos más que puedo citar y que son, no por casualidad, los que más he frecuentado: el museo del Prado, docenas de veces; la cuesta de Moyano y sus casetas de libros de segunda mano cuando de verdad eran de segunda mano los que se vendían; el camino de mi primera casa en la calle Martínez Campos hasta el Instituto San Isidro; El Rastro, Lavapiés y el Madrid de los Austrias; la Ciudad Universitaria… Me gustan también los viejos tejados salpicados de chimeneas y ventanas de las buhardillas.
Del crecimiento de la ciudad he sido testigo curioso y mudo. He visto nacer Azca, remedo provinciano y a pequeña escala de Manhattan; y arder uno de sus edificios más emblemáticos, el Windsor; de la construcción del escalextric de Atocha, que luego quitaron porque era un estorbo; y de las varias remodelaciones de la Puerta del Sol sin que se lograra convertirla en un lugar bonito y amable. He presenciado también la demolición de edificios históricos como la sede del diario Madrid en castigo a sus veladas críticas al régimen, y la de la antigua Casa de la Moneda para convertir el solar en la plaza del Descubrimiento y plantar en una de sus esquinas una descomunal bandera española. En otra esquina de lo que era la plaza de la Moncloa, frente al Arco de la Victoria, se quedó a medio hacer un monumento a los caídos por Dios y por España, hoy convertido en Junta Municipal. De algunas de las transformaciones y mudanza matritenses apenas conservo recuerdos, posiblemente porque cuando se produjeron era muy joven. Hay, sin embargo, una excepción. Cuando llegué a Madrid, la ciudad estaba plagada de símbolos y monumentos franquistas. Ma parecía tan normal como que en el patio del colegio cantáramos cada mañana el Cara al Sol antes de empezar las clases. Cuando muchos años después empezaron, con no poca pereza, a desmontar aquella parafernalia, sentí el alivio de quien se quita un peso de encima.
Hoy, pasados bastantes años, nos vemos tratando de evitar que falsas concordias borren la memoria histórica y cómo se extiende sobre la ciudad una imparable una ola de populismo impulsada desde las instituciones. Lo que más me preocupa es que esa política ultra cuenta con el respaldo de una ciudadanía alegre y confiada.
EL: Sí, a mi también me preocupa. Como decías antes, no queda otra que mirar a los más jóvenes y poner nuestras esperanzas en ellos.
Gracias por tu tiempo y por atenderme tan amablemente, Jerónimo. Ha sido un verdadero placer reencontrarme con tu escritura y poder conversar contigo.
¡Viva el Happening de Madrid (y del Mundo)!
Entrevista: Esther Lapeña
Obra: El happening de Madrid, de Jerónimo López Mozo, Libros del Innombrable, 2023.
Imágenes: Las imágenes de este artículo han sido cedidas por la editorial a Odisea Cultural y están sujetas a derechos de autor.
Nota: Jerónimo López Mozo falleció el 19 de Junio en Madrid a la edad de 82 años. Trasladamos nuestro más sincero pésame a sus familiares y amigos.